El hombre leyó la última frase del libro y lo cerró.
Buscó desesperado una libreta; como si en ello se le fuera la vida.
Anteriormente las hubo por montones. Siempre se debe tener una a la mano, solía decir a su mujer quien le respondía con un gesto condescendiente, como al niño que se le concede un capricho inofensivo.
Le encantaba escribir a mano, sentir el bolígrafo deslizarse sobre la textura del papel. De manera que siempre había libretas nuevas y un racimo de plumas a su alcance. Pero aquello había cambiado con los años. La rutina se había tragado las libretas a bocados lentos pero constantes. Y la tinta de su pluma se había secado. O al menos eso pensaba hasta que apareció aquel libro.
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Lo había leído de corrido a pesar de contar con más de cuatrocientas páginas. Y entonces la tinta volvió a recorrer sus venas en caudales tan salvajes que creyó que estallarían. Todos aquellos años acumulados en el tintero se desbordaban por cada uno de sus poros. Creyó que moriría desangrado si no encontraba pronto una libreta y un bolígrafo para contener aquél torrente y darle cause.
Finalmente encontró una, enterrada bajo un montón de tareas por revisar y cuentas por pagar. La abrió y las primeras páginas estaban pobladas de más números y deudas. Las arrancó de tajo temiendo que formaran un dique frente a su renovado ímpetu. Entonces se sentó y comenzó a escribir, saboreando de nuevo esa sensación tantos años olvidada y con seguridad y oficio vació en aquella libreta su vida entera.
Cuando la mujer regresó, el hombre había desaparecido sin dejar rastro. Ella lo buscó por toda la casa, pero lo único que encontró fue una libreta abierta y un bolígrafo. Reconoció de inmediato su escritura, así que intrigada la tomó y comenzó a leer.
Sólo entonces pudo el personaje vivir de nuevo.
