Pareciera que uno no puede acostumbrarse a estas paredes. Cada día después de caminar un rato, regreso aquí sin verdaderamente encontrarles algo agradable. En ocasiones he querido poner en ellas objetos que me recuerden otras épocas, de mi infancia, por ejemplo, o de mi familia, cierta fotografía que pueda considerar reveladora. He dejado esos adornos, ahí colgados en el muro, con la esperanza de sentirme cómodo, pero no funciona. Las fotografías, los objetos rápidamente envejecen, pierden su significado y se convierten en basura, que luego queda en algún rincón debajo de la cama, lo cual va acumulando una especie de desazón y de fastidio. Pasadas algunas semanas hago la limpieza y las fotografías empolvadas, inservibles, no sólo por su maltrato físico sino por su propia caída dentro de mis intereses, van a dar a una bolsa que dejo en la calle furtivamente.
Es común que eso pase en una habitación rentada, como esta, de cuatro paredes, llena de muebles viejos, sin orden ni concordancia, en la cual no hay un lugar para cada situación, en la que no hay un espacio para sentarse a leer o para sentarse a comer o para sentarse a platicar; en dónde no hay un espacio para poner o para cocinar los alimentos, sino que todos los lugares son el mismo; donde se sienta uno para descansar o simplemente para no estar en la cama, sólo porque no hay otro sitio; donde uno escribe estas páginas para luego abrir una lata y comer sobre las hojas, para después dejar ahí las sobras en lo que se está afuera; uno no se acostumbra. De pronto, preferiría tirarme al suelo y hacer todo lo que hacemos de pie ahí acostado desde otra realidad que poco a poco se aleja de lo comúnmente cotidiano. Pero acaso no lo hago porque entonces renunciaría por completo a una vida ordinaria. (Ahora me doy cuenta, en una habitación como esta es difícil encontrar lo cotidiano. Quizá por lo mismo es el lugar propicio para observar y para escribir. Es la única ventaja que le encuentro y sé que es la única razón por la que he permanecido aquí a pesar de mis quejas y mis miedos). Hay muchos como yo que sienten esto, muchos de los inquilinos de estas habitaciones sabrían a lo que me refiero, si leyeran esta página. Me comentarían que están de acuerdo respecto a esa sensación de no pertenecer a nada y de que nada le pertenece a uno (pero no por soledad, sino por extrañamiento; no por tristeza, sino por rutina. Por ejemplo, tenemos a Onetti. Él en algún momento dice, en uno de sus textos: “Hace un rato me estaba paseando por el cuarto y se me ocurrió de golpe que lo veía por primera vez. Hay dos catres, sillas despatarradas y sin asiento, diarios tostados de sol, viejos de meses, clavados en la ventana en lugar de los vidrios.” Para Onetti la habitación también es un espacio extraño, en el que no se podría vivir y sin embargo es el sitio preciso para contar su historia, desde donde puede volcarse a una y otra parte y contar diferentes anécdotas de un modo caótico sin perder la unidad en sus palabras y sin perder, a pesar de su estancamiento, la movilidad en sus observaciones. En esa historia, “El pozo”, como lo habrán adivinado (no sé si se pueda llamar historia a dicho texto), Onetti habla de las cosas inservibles. Su texto se arma de lo descompuesto, como si buscara en el bote de la basura lo que quiere contar. Cuando llegué a este cuarto tuve la misma necesidad casi instantáneamente. Quizá se deba a la vejez que encierra, al abandono, al no decir lo que pasó).
Para mí estos cuartos no son desconocidos, he escrito más de un relato acerca de ellos. De hecho, ahora que lo recuerdo, en uno de esos textos dije que las personas nos acostumbramos a todo. Ahora me contradigo. Si ese fuera el caso, no habría desasosiego. La gente dormiría tranquila aquí al otro lado. Sin embargo, lo común es el ruido, el escándalo, el pánico, el rechazo. He escuchado gritos y silencios, golpes y llanto. No vale la pena ser específico, ustedes saben a lo que me refiero, lo han vivido, lo han visto. También saben lo que es acostarse en una cama ajena, verse en un espejo que ha tenido en su otro lado cientos de rostros, cientos de indiferencias. Saben lo que es no tener una casa y saben por supuesto lo que es intentar descifrar los enigmas ocultos en todas estas ausencias. Conocen el fracaso de esa acción. Ver en la pared un escrito, un nombre: “Karla”, con pluma azul, remarcado en la pintura vieja del muro. Dice mucho y nada significa, nada en concreto, un nombre cualquiera, una pista de lo que sucedió antes en este mismo lugar que me pertenece sólo por el tiempo que $800 pueden cubrir. Al terminarse el valor de ese dinero, al no reponer la cantidad en la fecha pactada, el espacio construido por mí será nulo (junto con toda esta palabrería), hecho que demuestra su abstracción, su imposibilidad.
Desde hace tiempo he estado inmerso en estas reflexiones, en lo que implica habitar espacios que no son míos y que nunca lo serán. Saber que de mí algo quedará, o tal vez nada. Pensándolo bien, incluso nada. Ese nombre de Karla no me dice ningún detalle de quien lo escribió. Así otro descubrirá lo que dejé, verá alguna mancha que hice, algún hundimiento que mi cuerpo marca en la silla o en la cama, alguna línea en la mesa causada por mi escritura, por la manera en la que me alimento. Es probable que en un descuido olvide también una página como esta y otro hombre la lea y no le diga nada o solamente le extrañe que un inquilino anterior se pusiera a pensar en estas cosas. Yo por mi parte a modo de consuelo me he dado a la tarea de escribir estas líneas.
buscaré dormir
entre las sábanas de otro hombre
sentiré sus movimientos
ausentes desde hace años
postraré la cabeza en la almohada
como él lo hizo
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como él miró
y entonces como él
sentiré la urbe
su destierro que extiende los ruidos
cerraré los ojos
para olvidar las cosas
mas no podré
como seguramente
tampoco pudo ese otro hombre