El huevo vestido con un frac se veía ridículo pero a Juanita le pareció la cosa más bella del mundo. Tenía en mente esa imagen, estaba segura de que el Huevo, o como ella lo llamaba: Leandro, tenía porte; también (como cualquier madre) pensaba que cosas horribles le sucederían sólo por estar fuera de casa. Se acordaba de cómo lo había puesto ella solita, lo hizo sin pedir ayuda al veterinario que el doctor le había recomendado después del ultrasonido. Además no quería arriesgarse a que se volvieran a reír de ella.
El reloj de la sala daba ya las dos de la mañana y su preocupación crecía con cada vuelta que terminaba la manecilla segundera. Juanita no estaba acostumbrada a desvelarse, tal vez la noche en que puso a Leandro fue la única en que no durmió a sus horas. Los ronquidos estentóreos de su marido la arrullaban poco a poco, le relajaba saber que las personas dormían.
Bajó los parpados y vio un huevo reventado en el suelo, el cascarón hecho pedazos, con yema y clara formando un charco en el asfalto. Abrió los ojos y el corazón le pateaba las costillas fuertemente, respiró hondo para tomar calma y sacudirse la pesadilla que acababa de tener. Estuvo inmóvil un momento largo y luego sonrió al recordar que Leandro no tenía el cascarón duro y el del sueño sí. Él era más bien algo parecido a un globo blanco lleno de gelatina.
Le pareció oír ruido en la calle y se asomó por la ventana. No había nadie pero siguió viendo hacia fuera y reviviendo los momentos más importantes de la existencia de su hijo. Tenía en la cabeza el día en que llevó a Leandro a bautizar y el padre por poco no le quiso dar el sacramento, la cara que puso el cura cuando se dio cuenta de que era un huevo lo que estaba bajo el ropón. Un automóvil cruzó por enfrente obligándola a salir de sus memorias y ella se alejó de la ventana.
Sentada en su sillón esperó. Empezó a poner atención a los ronquidos de su marido, se acordó de su juventud y específicamente revivió el momento en que conoció a su esposo Fermín. Se acordó que al principio ella desconfiaba de él porque era de cuba, por ser también viudo y más a causa de su negrura; recordó también los músculos largos y marcados que él tenía y cómo cayó en su red.
Una sirena aulló a lo lejos y ella se levantó bruscamente y estuvo de pie aguzando el oído, al notar que el sonido se alejaba se volvió a sentar. Empezó a preguntarse cómo sería Leandro al salir del cascarón, seguramente, pensó, él habría heredado esos músculos y con mala suerte también la negrura o la habilidad para tejer mentiras, pero no le importaba.
Miró el reloj que marcaba ya casi las tres de la mañana. Empezó a pasearse en círculos por la sala, le vino a la mente la imagen de la primera vez que llevó al huevo al jardín de niños, le dolía mucho esa memoria porque iba muy junta al recuerdo del huevo lleno de raspones y sucio. Esa tarde cuando fue por él, para consolarlo, lo llevó por un helado y le repitió durante todo el día que los demás niños no importaban, que eran unos tontos y que él era mejor que ellos. Luego pensó en que desde muchos años atrás Leandro ya iba solo a la escuela, se acordó que todas las mañanas antes de que Leandro saliera le repetía que todos eran menos que él.
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Un perro ladró y ella estuvo esperando un rato pero nada sucedió, ya era muy tarde y ella recordó el pleito que tuvo con la sociedad de padres en la preparatoria. Juanita se puso furiosa al momento en que la llamaron mosca muerta por negarse a dar su aprobación para hacer la novatada en una discoteca.
El motor de un automóvil ronroneo en la lejanía y ella se puso de pie de nuevo y volvió a ir a la ventana. Él era inteligente, ella lo sabía, y se reconfortaba pensando en que si algo sucedía su Leandro podía arreglárselas, pero se atemorizaba al pensar en varios tipos dispuestos a asaltarlo tan sólo por llevar puesto un frac; además él no tenía el cascarón duro y un cuchillo podría herirlo fácilmente.
Se sobó las manos, esto la tranquilizó. A lo mejor los asaltantes se asustarían al verlo. Ella también se había atemorizado un poco al verlo por primera vez, pero no fue por que tuviera forma ovoide en vez de humana y estuviera envuelto en una membrana blanca, sino porque ella sentía que el nuevo organismo era el más indefenso del mundo. Por eso nunca lo dejaba hacer cosas que a ella le parecían peligrosas, por la misma razón todavía seguía sentándose sobre el huevo. Había llegado por si misma a la teoría de que el calor corporal lo empollaría y algún día podría salir. Aunque sus hermanas y los profesores la criticaran ella seguiría colocándose sobre el huevo, eso es lo que cualquier buena gallina haría y eso le bastaba a ella como madre humana.
Eran las tres y media de la mañana, ella estaba de nuevo en el sillón, recostada y con la mirada fija a la entrada, su marido seguía roncando y su cabeza era una confusión de recuerdos e imágenes violentas, estaba muy intranquila pensando en Leandro pero de todos modos no pudo ganarle al sueño.
El sonido de la llave la despertó, corrió a la entrada y vio al huevo tambaleante, la corbata desanudada cayéndole a ambos lados de la solapa y un manchón de lápiz labial rosa en la superficie blanca. Notó también una grieta en el rostro del huevo y que olía a brandy barato. Ella intentó regañarlo, había estado muy preocupada, y al principio no le salían las palabras. De la fisura en el cascaron empezó a brotar, lentamente mientras el regaño avanzaba, una vara negra, luego otra y otra más. Ella contó ocho tubos que salían por varias partes de la ropa y empezó a frenar su perorata. Finalmente un bulto con forma de ocho peludo emergió haciendo jirones el cascaron y el frac.
Ella estaba muy asustada al ver a ese animal, ése ya no era su Leandro. No pudo hacer nada, se sentía destrozada al ver esa cosa. Él se le echó encima y ella no sentía nada, miraba al vacío con los ojos muy abiertos, con el cuerpo paralizado por la mordida del insecto gigante.