Cuando uno ha vivido durante mucho tiempo en una ciudad, tiene en ella misma, varias ciudades. Son otras las calles, otros los lugares, otras las plazas, los que uno ve hoy a las que vio hace unos años. Con el tiempo se tiene pues la posibilidad de vivir en varias ciudades.
Algunas ciudades cambian constantemente y algunas sólo envejecen. Como sea, la ciudad cambia o envejece con nosotros, nos aparecen líneas en el rostro, como avenidas nuevas, donde no había, nos aparecen blancuras en los cabellos como a las bancas de las plazas.
Por ejemplo la calle que pasa por enfrente del hogar, amplia, limitada de hogares que cambian de fachada rindiendo un tributo a la apreciada tranquilidad, es tan plana que se le ve al final de su cuerpo un horizonte de árboles, como si se le hubieran estirado los pies y sus dedos terminaran en sombra verde.
Uno repite los lugares y los días ensayándose a sí mismo. Tomar la Cárdenas para salir y llegar del trabajo. Tomar todos los días la misma ruta no significa pasar por un mismo lugar. Con los años la Cárdenas ha visto su cuerpo cambiar como lo hacen los adolescentes, sin saberlo y tan rápido ya tenía pelos en el pubis.
Uno cree que las plazuelas se encuentran como paraísos pequeños y escondidos, semejando oasis de naturaleza escondida entre la maleza de concreto. Luego uno piensa en la recreación necesaria y encuentra la falsedad dado que un verdadero juego sucedía en el campo o en el bosque, cuando uno podía acercarse a la naturaleza en su desnudez.
Muchas veces uno es espectador más que habitante en su propia ciudad. Simple observador, paseante. No sólo se es testigo del crecimiento, aglomerado o abandono de zonas de la ciudad. Si se ha tenido la posibilidad o el destino de haber conocido otras ciudades eres espectador de todas aquéllas ciudades que la tuya no es. También puedes aprender a quererla y odiarla en comparación. Puedes sobreponer el recuerdo de otra ciudad, aquélla que amaste, en la propia para embellecerla. Así, la propia deja poco a poco de existir mezclada con el recuerdo de otras.
Sólo en comparación se aprecia o desprecia la ciudad propia. Mientras no se haya conocido más, la ciudad bien podría convertirse en capital cosmopolita mientras que sus habitantes no lo tendrían en cuenta. Es lo que pasa con los habitantes que no se renovaron a la velocidad que lo hizo la tierra donde viven.
También sucede que deja de ser ella completa y se reducen a aquéllos lugares que frecuentamos. Como si a modo de caricia descubriéramos un suelo nuestro, la ruta de la pertenencia, de lo que sentimos como propietarios, y descuidamos zonas que por conveniencia o gusto no transitamos. Esas zonas quedan poco a poco rezagadas en el mapa interior que luego uno tiene la ventaja de ir y descubrirlos nuevamente.
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La ciudad y los habitantes se presienten unos a los otros. Aquéllos que vemos la caída de una ciudad a las ruinas, somos espectadores de una ruina interior. Uno se lleva dentro de los ojos aunque después cambie de residencia. Las ciudades ruinas son sitios arqueológicos del abandono, el descuido y la negligencia.
Un poco es lo que pasa cuando una ciudad ha crecido desmesurada, perdida y sin prudencia. Haciendo engorda a bocanadas de parques industriales y colonias nuevas. De pronto la ciudad tiene apéndices, cuando no incómodos al menos irreconocibles para su cuerpo. Los apéndices le duelen al citadino tanto como al aire.
Hay ciudades que tienen un ritmo de crecimiento acelerado, o cuando dejan de crecer al menos cambian hacia adentro. Algunas abandonan su centro para alimentar la periferia, entonces es cuando el centro adquiere la fantasía del turismo pseudo-histórico. La periferia a veces no distingue horizontes y nunca alcanza un límite.
Por eso, el verdadero espectador de la ciudad es el cielo. Sólo desde el cielo se puede ver si la ciudad tiene sembradíos, uñas largas como basureros, cerros grises. Si los parques tienen su razón de ser pulmones verdes o si las úlceras peligrosas no se han vuelto enormes, entonces se podrá observar desde el cielo una feliz composición de colores y formas.
Una ciudad es muchas ciudades. Así pues, nos sorprendemos caminando por diferentes ciudades aunque en la misma, y a veces no se entiende lo que pasa, como cuando se sienten diferentes dolores en un mismo lugar. El dolor de las calles todavía de tierra, la nostalgia de miles de bardas y anuncios manchados de grafitti, el sobrecogimiento de los abundantes espectaculares y comercios. El olor de las avenidas, la envidia que provocan los grandes bulevares, el lamento del aire enturbiado de gases y tanta, tanta gente.
Pero aún con lo anterior, si siempre se ha vivido en una misma ciudad, se la camina como viendo a una vieja en la cama pero se le recuerda como a la primera joven desnuda que vio en su vida, y se la querrá por ser, no bella ni horrible, sino por ser la primera.
Si uno tiene suerte verá el nacer de una ciudad o la muerte de una. Aunque debemos decir que la actualidad, por un prurito de avanzada modernidad, no se permite la muerte de ciertas ciudades. Deberíamos dejar morir ciudades convalecientes por compasión, para evitarles más dolor y sufrimiento. En la historia se ha visto el repentino desaparecer de ciudades gloriosas, o la caída o el incendio, el fuego renovador, la destrucción. ¿Cuántas ciudades veremos morir en el futuro?
Ante todo la ciudad nunca es nuestra. Como nuestro hogar, por siempre nuestro y a veces tan ajeno que uno piensa que las paredes nunca han estado de pie. Como sentir extraña la propia habitación. La ciudad por siempre nuestra, incompletamente nuestra, en la memoria que construye y re-edifica, y el recuerdo que compone y descompone.