(Fragmento)
La extensa obra de José Revueltas es un testimonio de los procesos de la modernidad en México. En ella se plantea, en sus inicios, la pugna por la construcción de un sistema utópico (el comunismo), en el cual se intentaba construir una solución totalizadora de las vicisitudes de la condición humana, y por otra parte, ya en las últimas obras, la escritura de Revueltas se convierte en una narración del desencanto: lo que al principio parecía una reivindicación del hombre, ahora es, precisamente, lo que ocasiona la debacle del mismo.
En este sentido, la novelística de Revueltas es un recuento de la degradación de los esquemas de modernidad que imperaron en el México del siglo XX, a saber, por ejemplo, la fundación y posterior desintegración del Partido Comunista Mexicano, que se configuró como una contracorriente clandestina dentro la nueva política postrevolucionaria corporativista, pero también, especialmente en la primera mitad del siglo, las novelas de Revueltas son una crítica a la no-consumación de los movimientos ideológicos y armados de la Revolución Mexicana; esbozan una reflexión de los procesos políticos, de las luchas sociales de las minorías y de su supresión, que inicia su crónica con El quebranto (1939) y termina, bajo el estigma del movimiento estudiantil del 68, con su novela El apando (1969).
Breve recuento de los daños
Según autores como Zygmund Bauman, la modernidad, en su conceptualización clásica, se caracteriza principalmente por las grandes superestructuras, ente las cuales se encuentran las concentraciones de capitales, la institucionalización corporativa de los partidos (en el caso de México, el Partido Nacional Revolucionario, que después se convertirá en el Partido Revolucionario Institucional), las doctrinas ideológicas dogmáticas y cientificistas, la tecnología y la producción industrial centralizadas, así como la educación colegiada y los medios de masas administrados desde el Estado. Las corrientes positivistas y de progreso planteaban que estas superestructuras iban a darle al hombre la posibilidad de realizarse en su totalidad. Eran comunes las expresiones en las que se empleaba el término “superhombre” para referirse a un futuro que se creía no muy lejano.
Todas estas cuestiones, como se sabe, a la distancia histórica, e irónicamente, como en una suerte de ingenuidad, o de resaca, dieron origen a movimientos políticos y sociales que llevaron a las distintas naciones a un sinnúmero de circunstancias contradictorias. El punto de llegada, en muchos casos, fue el fascismo o el comunismo radical, lo cual ocasionó en gran medida conflictos como la Segunda Guerra Mundial y el holocausto, el extermino étnico, así como posteriormente, con el fin de la guerra, otro holocausto aún más terrible como lo fue el del Estalinismo, los juicios políticos y los crímenes comunistas y fascistas, y la instauración de dictaduras como la de Franco en España, o la de Castro en Cuba, o la de Videla en Argentina, mismas que se erigieron en nombre del progreso y de una supuesta doctrina de la verdad.
En México el caso no fue distinto: se pensó que las ideologías provenientes principalmente del extranjero iban a ser una respuesta coherente para los problemas heterogéneos de nuestra sociedad. Se pensó, por otra parte, bajo ciertos esquemas ideológicos, “la condición de lo mexicano” o “la identidad mexicana”, lo cual en algún sentido únicamente sirvió para reafirmar tabúes y prejuicios que en la actualidad continúan siendo una problemática política y social, como la falta de integración de las comunidades indígenas.
La modernidad en su periodo clásico necesitó de valores y dogmas bien cimentados, que daban cohesión a las diferentes fuerzas políticas y sociales. Cuando dichos dogmas y valores se demostraron falsos o inexactos para las realidades del siglo XX, por los conflictos bélicos y sociales expuestos en el párrafo anterior, los grupos configurados bajo dicha lógica comenzaron a resquebrajarse; perdieron su sentido de ser, mas, por las inercias históricas, no dejaron de tener hegemonía en la vida pública; un ejemplo de ello es el Partido Comunista Soviético, que no se disolvió hasta los años ochenta; en nuestro país, el ejemplo por antonomasia es la permanencia en el poder por más de 70 años del Partido Revolucionario Institucional, hasta el año dos mil, y su reciente regreso al poder en el 2012.
De esta manera se continuaron con políticas y conductas que estaban desfasadas para la nueva realidad de un siglo XX que comenzaba a envejecer. En México se establecía un fuerte presidencialismo y un partido único, que en cierta medida continuaba con algunas de las conductas porfirianas. La Revolución, a pesar de que cambió los esquemas sociales, la erradicación en ciertas zonas del sistema de castas, en otros sentidos no pudo generar la igualdad social esperada. La democracia tendría que esperar y los partidos de oposición eran considerados una especie de traidores, ya que, dentro los esquemas caducos, negaban la tradición de la Revolución, que ahora estaba institucionalizada. El partido que alguna vez fue símbolo de unidad y progreso, ahora se convertía en una pesada carga para el país y su desarrollo democrático y legal.
Revueltas fue un hombre de su tiempo, en su narrativa y ensayística es posible constatar todo tipo de reflexiones acerca de los acontecimientos que fueron sucediéndose desde los inicios del siglo XX. Como se sabe, el autor duranguense fue un hombre político, miembro del PCM y fundador de la Liga Leninista Espartaco (de los cuales fue expulsado); por lo tanto su escritura tenía mayoritariamente una preocupación política. De ahí también que estuviera fuertemente ligada a los acontecimientos de la época. Lo anterior no es de extrañarse si se recuerda que para un hombre como Revueltas la labor del escritor no era otra que la reflexión crítica de la realidad: el escritor sólo cumplía su función social de manera ética cuando escribía con un fin ulterior al estético: el de cambiar el estado de cosas, por una lucha de las libertades del hombre. En un primer momento dicha motivación la encontró en la ideología comunista.
Una canción de abril y el despertar prematuro
Era el año de 1930. Una mañana, por el Zócalo de la Ciudad de México, transitaban todo tipo de personas: obreros rumbo a las fábricas, licenciados, secretarias, oficinistas hacia el Palacio de Gobierno; amas de casa, dependientes, hacia los comercios de la calle Madero y aledañas. Algunos automóviles circulaban sin que esto significara problemas para las vialidades de la zona. La Catedral se erigía en contraste con un cielo despejado.
Todo transcurría en calma, cuando de pronto por la calle Madero comenzaron a escucharse gritos y alboroto. Se oyen algunas consignas contra el Gobierno. Las palabras “Libertad”, “Revolución”, “Imperialismo” se mezclan en frases soeces y estridentes. Se trata de un grupo de jóvenes. Visten trajes que les quedan grandes, que los hacen verse un poco más ingenuos de lo que son; sus rostros, los de unos niños. Sus miradas son agudas, especialmente las de dos de ellos que van adelante de la marcha, misma que ya se acerca al Zócalo; apenas son quince o veinte los que conforman el pequeño grupo, pero hacen mucho escándalo; al menos eso es lo que murmura la gente que los ve desde las banquetas y los locales. “Llamen a la policía”, dice entredientes alguno que otro de los transeúntes que escucha con molestia las consignas. El pequeño grupo se enfila hacia la Catedral Metropolitana. Mientras cruzan el Zócalo, pisando los jardines, que en esa época ostentaba, sus gritos pierden algo de estridencia, se percibe cierto desorden, mas logran llegar hasta el pórtico viejo de la Catedral. Ahí se detienen y guardan un poco de silencio. Todos llevan pancartas, en las cuales se exigen los derechos de los compañeros ferrocarrileros en distintas partes del país.
Del grupo salen los dos muchachos que dirigían la marcha, se enfilan hacia la entrada de la Catedral, se detienen justo en el pórtico del enrejado y se vuelven hacia sus compañeros. Desde ahí, uno de los muchachos, dice, “Toma la palabra el camarada Pepe Revueltas”. Los demás escuchan; apenas si se oye la voz de este segundo muchacho, se esfuerza por hacerse notar. La gente que cruza por el Zócalo escasamente se percata de lo que sucede, ahora ya se distraen con sus ocupaciones; los comercios de la calle Madero continúan su jornada, como si nada hubiera ocurrido.
El joven habla con fogosidad. Da un discurso de cinco, diez minutos. Son pocas las palabras, pero son vehementes, seguras. Proceden ahora a colocar la bandera roja en la parte más alta del enrejado. Después, hablará el compañero Pepe de la Cabada, concluye el joven. Del grupo sale otro muchacho que le apodan el Camps, sube con la bandera sobre el pórtico de la Catedral, comienza a extenderla. El camarada Revueltas le ayuda desde abajo, le da indicaciones para ceñirla. Los otros miran el acto con las pancartas en sus manos.
En eso la policía llega tras sus espaldas. El grupo sale despavorido, dejan las pancartas en el suelo. El Camps sigue arriba en la reja con la bandera roja. El joven Revueltas grita “¡no te bajes, no te bajes!” y al instante es capturado.
Es la primera vez que el futuro autor de El apando es tomado preso. Es enviado a un reformatorio, en el cual exige un trato diferente por considerarse a sí mismo un recluso político. Ahí, según dice el mismo Revueltas en una entrevista con Vicente Francisco Torres, comienza a instruirse en la doctrina marxista. Miembros de El Socorro Rojo le llevan libros para su educación política. El director del reformatorio al verlo tan aplicado en sus estudios lo conmina a hacerse su ayudante administrativo. El joven se niega, excusa los siguiente: “mire hay un elemento imposible de cumplir: su casa tiene puerta hacia la calle, y yo no le puedo prometer que no me voy a salir; me voy y ya no regreso, puesto que estoy preso injustamente”.
La primera novela que José Revueltas escribió llevaba como título El quebranto. Según cuenta el mismo autor, ésta se perdió dentro de una maleta que le fue robada en un viaje en autobús a Guadalajara. En ella se abordaba la temática del reformatorio, experiencia que tuvo a los 16 años. “Así fue y ya no tuve la presencia de ánimo para emprender la tarea de escribir nuevamente aquella novela”, nos dice Revueltas. De la novela sólo quedó el primero de sus capítulos, texto que fue publicado, con título homónimo, dentro del volumen de relatos Dios en la tierra (1944).
En él se narra la llegada de un joven a la correccional. Es el choque de dos mundos, entre una experiencia ingenua y otra consciente, en la cual las cosas se resignifican. El reformatorio se plantea como un lugar enajenante donde incluso la noche ya no es la de la naturaleza bajo el cielo liberado, sino que es una noche que está “inventada” absurdamente para un motivo inmediato, como todo lo demás que se encuentra ahí, en el interior de una construcción destinada al encierro. El despertar de Cristóbal, personaje de la narración, se da en este sentido: toda la experiencia anterior, en su casa, con su familia, en la escuela, se convierte en una ilusión, una ensoñación; la realidad es ésta: el aislamiento y la igualdad ontológica entre los hombres a partir del despojo de las identidades y las clases, “En efecto, ¿había estado antes en otro lugar que no fuera éste? ¿Tenía padres, familia, juegos, o todo no era otra cosa que una leyenda lejana y sin corporeidad?”. El relato hace un recuento de las experiencias infantiles de Cristóbal; sin embargo, lo más significativo, y que a la postre será uno de los motivos de toda la literatura de Revueltas, es que el muchacho sufre, aunque él no lo perciba, un proceso de desenajenación-enajenación; se da cuenta, dolorosamente, como toda toma de consciencia, de que de su condición previa, dentro de la pequeña burguesía, no era otra cosa que un engaño, y que de ahora en adelante su condición será la misma que la de todos los otros reclusos; en la correccional no podrá guardar un secreto, no le será posible fingir, ocultar su identidad, estará desnudo ante la mirada de los otros, lo verán sufrir, lo verán aterrado, lo verán con hambre, lo verán llorar; en otras palabras, formará parte de la misma clase, hecho que a su vez, en la radicalidad de las circunstancia propicia otro tipo de desenajenación, la de la consciencia de la realidad acerca de la deshumanización de las conductas.
En uno de los pasajes en el cual Cristóbal recuerda su vida en la escuela se narra lo siguiente:
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En este fragmento (escrito entre 1937 y 1939) ya es posible constatar lo que después se consolidará en la obra de Revueltas. Se plantea una ingenuidad primigenia en la psicología de Cristóbal, para posteriormente contrastarla con la crudeza de la realidad concreta de la cárcel, en la que los conceptos de humanidad se desfiguran (y por lo tanto son más ciertos). En este sentido es reveladora la equiparación entre el mes de abril y su correspondiente numérico dentro del tiempo en presidio. Recordemos que abril es en sí una metáfora de la flor de la vida, donde el hombre supuestamente se encuentra en su plenitud existencial. En Revueltas esto no es más que un engaño, no es más que romanticismo, el cual no es otra cosa que ensoñación, que abstrae al ser humano de su condición real, descontextualizándolo de su mundo, mismo que nada tiene ver con esa otra realidad de la época moderna del siglo XVIII, en la que entre otras cuestiones, por las corrientes positivistas, se pensaba que la liberación existencial del hombre estaba cercana. El reformatorio cambia la percepción de la realidad del personaje. Ahora el mes de abril se encuentra descodificado en las nuevas circunstancias; se resignifica en un número, pero no en un número como símbolo máximo del pensamiento abstracto, de la razón pura, sino como evidencia de que la experiencia de los hombres sin importar el desarrollo de la razón o el pensamiento se encuentra enajenado.
Muchos años después Revueltas retomaría esto (quizá nunca dejó de abordar la temática en ninguna de sus novelas) en El apando y en el relato “El reojo del yo”. En un diálogo realizado en CILL de la Universidad Veracruna, en 1975 argumenta en relación con su última novela:
En El quebranto al hacer la numeración de los meses despojándolos de su nombre común (enero, marzo, abril) es en sí utilizar el pensamiento abstracto (una de las conquistas en el desarrollo del hombre) para expresar la enajenación de las circunstancias de la modernidad, en este caso el reformatorio, lugar que idealmente se construye como lugar para volver a formarse dentro de la sociedad, para volver a construir los lazos sociales que hicieron de los individuos un “problema”, pero que en realidad es y significa para los presos simplemente el cautiverio, el aislamiento, la negación.
Sin duda tener la experiencia del reformatorio causó en el pensamiento de Revueltas un motivo a su escritura. Ya no era solamente la palabra por sí sola la que hablaba, sino también la palabra que constantemente denunció las contradicciones de la vida moderna desde su interior. Revueltas tuvo una toma de consciencia en su experiencia en el reformatorio, de ahí que su literatura constantemente tuviera como preocupación inicial la enajenación del hombre. No obstante, al principio, y esto se encuentra implícito en sus relatos y novelas, su literatura se planteaba como una propuesta crítica de redención.