La pregunta no es fácil: ¿Qué significa escribir poesía en estos tiempos? Y he de decir no sólo en estos tiempos sino ¿en este país?
Ocasionalmente pienso que escribir poesía, o cualquier género literario, simplemente escribir y leer como lector audaz, es ya en sí mismo algo extraordinario para un país de asombroso analfabetismo real y funcional. La mayoría de mis amigos, familiares y conocidos –sin afán de reclamo- no han leído más de tres libros en su vida, y son profesionistas, algunos hasta con posgrado. Es decir, no han leído más de tres libros que no sean parte de los estudios que han realizado.
Pero más allá de ese juicio subjetivo y parcial, observar la radical importancia del problema: se lee poco, menos literatura, no existe el hábito ni entre los jóvenes, ni entre los profesionistas, ni aún cuando llegan a niveles de educación altos.
Cuando uno es testigo de tal desprecio por el libro y la literatura, a uno le quedan dos posturas: la soberbia o la humildad. La soberbia para creerse que es uno entre mil o la humildad para aceptar que se es uno entre mil, y que leer y escribir para los pocos lectores es apabullantemente contradictorio con la ambición que podría tener el escritor, la seriedad y el compromiso con su obra, pero a la vez, que eso signifique nada o casi nada para el ancho de la población, que no se entera ni interesa por los libros.
Hemos de aceptar que México es un país de no-lectores. Y que, por mínima lógica, la base cultural está por los suelos. Explicar esto podría extenderse demasiado y no lo requiere (hablo desde la provincia donde es aún más palmario).
Creo que no se alcanza a descubrir tan fácil la idea detrás de todo esto. En este país, leer es evento extraordinario. Y para ver los factores en ello podemos mencionar el sistema educativo podrido desde hace años, la falta de apoyo a programas culturales, la poca calidad de estos mismos, el centralismo cultural y el descuido provinciano, los atavíos de la industria editorial, la pobreza y un montón más de factores que influyen en este país.
La verdad es que cuando se escribe, a veces puede preguntarse: ¿quién me leerá? En mi caso no es una pregunta que no me hago inmediatamente ni siempre. Pero ocasionalmente llego a ella. Cuando se escribe poesía es todavía más complejo. Recuerdo haber escuchado a un poeta de cierto renombre nacional, decir que en México, con todo cálculo o no, no había más de quinientas personas que leyeran con interés y profundidad poesía. Es un número pequeñísimo, muy cruel.
La verdad es que cuando escribo poesía (digo, cuando escribo, sin ponerme la etiqueta de superpoeta), podría sentirme el ser más logrado del mundo, más cuando se ha leído a los románticos alemanes y sus resucitadores ingleses y americanos. Ellos pueden inspirarlo a uno a creerse el portavoz oficial de la divinidad en el mundo, creer que es el intermediario entre la belleza y el pueblo ávido de ella, aquél sacerdote que traduce los designios del absoluto para que el vulgo los entienda y pueda vivir su vida poéticamente. Pero tanto como sacerdotes como poetas, la verdad es que su voz suena absurda o insignificante a muchos. En esto no pierden nada los poetas, pero sí los lectores y la vida posible que podrían vivir.
Los lectores pierden la oportunidad de encontrarse con un placer no superfluo, significativo, útil para vivir, fecundo placer que permite reconocerse como ser emocional e intelectual. Como país se pierde mucho, pierde continuidad histórica, riqueza espiritual, reproducción y fructificación en nuevas mentes, decadencia cultural que conlleva a una decadencia generalizada. Aquél temor de Pound de que la gente viviera en una idea errónea que lleva a la incomunicación de los unos con otros, reducidos a una animalidad incapaz de articular palabra. Y así lo es.
Digamos que para un amplio público, si jamás le hablan de poesía o filosofía en su vida, no pasa nada. Entonces, escribir poesía no requiere sino de muchísima más humildad que de soberbia o engreimiento.
Yo no sé pues, de dónde les vienen a los escritores, y más a los poetas ese ceño que ponen de intelectuales laureados incapaces de ver al vulgo porque su mirada no resiste tanta pobreza espiritual. Demostrar la aristocracia del espíritu no tiene caso en un mundo donde ya no se habla de espíritu y donde la filosofía, el arte y la literatura misma se han despreciado u olvidado tanto por los lectores como por los que las hacen.
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En un país tan pobre, inculto y corrupto como México, ¿no hemos de pensar que también en su nivel de creación artística deba ser pobre, inculta y corrupta? Ya de por sí las cosas humanas comparten su naturaleza indigente, débil, y a esto no se le contrapone la educación ética y estética como para ver crecer un fruto de semilla auténtica.
Aquí quiero resaltar este punto medular. Si la educación, los profesionistas, si la clase política carece no ya de ideología sino hasta de una base mínima de ética, si hemos hablar de “espíritu nacional” es un derrotismo lleno de apatía, miserable situación será para el artista, el artista verdadero que es testigo de lo peor: una producción artística mediocre, generaciones de creadores caídos en el coro de la complacencia y en complicidad con el poder, cooptados en cualesquiera de las instituciones de cultura que han confundido el “apoyo a la creación” como una limosna para pordioseros muy artísticos.
El mecenismo (si es que se le puede llamar así) de Estado requiere de una crítica. ¿Es conveniente que el Estado repliegue a los artistas a una creación sujeta a estándares y burocratismos necesarios para encuadrar en los esquemas de apoyo? ¿el Estado encuentra realmente, por conciencia de lo significativo del arte y la cultura, la necesidad de apoyar la creación artística o lo hace más bien porque lo demanda un círculo de respetabilidad (donde entra el amiguismo y el electorado) con el que conviene estar bien para vernos mejor? ¿es, como dice Valéry, la literatura un valor de Estado para nuestros ignorantes políticos más de lo que lo es una atracción turística, un lugar histórico?
Ya veremos si en un país de pobres, de militarismo político guiado por el hambre y la avaricia, si los esquemas educativos y culturales realmente eficientes tienen cabida o son sólo un gran aparato con una pantalla que arroja falsas imágenes.
Entonces hablo de la verdadera creación artística en un país de pobreza económica, perversión cultural, inexigencia moral y mucha carencia espiritual. Una historia nacional llena de salvajismos, pues parece que tenemos una gran necesidad de sangre.
Con todo lo anterior, el escritor se podría medir por la superación de los obstáculos a su obra. Si Lowry tuvo que escribir cuatro o cinco veces su novela Bajo el volcán, si Tarkovsky dice que el artista nace de la imperfección del mundo, escribir poesía es una lucha interna contra el pesimismo y la apatía. El verdadero pesimista debería dejar de escribir.
Tampoco hemos de negar que en México han nacido y creado grandes artistias. Generalmente todos ellos condenados al ostracismo, al olvido y denigración que demuestra el desprecio de sus obras. Pero indica que hay una riqueza, no abundante pero muy pura.
¿Qué podemos pedir a los literatos y artistas en México? Humildad para crear obras puras y para servir al combate de la ignorancia, nunca caer en la complacencia del aplauso fácil que llega con la campaña. Con mucho recelo dejar sus obras regaladas a la posteridad para cuando puedan ser entendidas y mucho acercamiento a las personas, con autoridad responsable, sin caer en la ofensa o en el resorte igualitario del desprecio. Combatir las ideas erróneas que corrompen al arte y a la sociedad.
Hemos de preguntarnos ¿por qué exigirles a los artistas algo de más, que tal vez deberíamos exigirle a los políticos? Porque sólo se puede exigir cuando uno mismo se ha impuesto la tasa de responsabilidad debida, porque es primero aquello que se quiere para sí, un ideal propio, luego viene la exigencia al otro.