Una revisión sobre el libro “La escritura o la vida” de Jorge Sempún.
El autor de esta novela-ensayo no puede sino hablar de una experiencia ineludible: su paso por el campo de concentración Nazi. En la vida, dicen, se escribe un solo libro. Para Semprún fue el libro de la muerte, la fraternidad, el sueño.
Este escritor nacido en España, estudiaba filosofía en la Sorbona de París cuando fue tomado prisionero y llevado al campo de exterminio llamado Buchenwald ubicado en la región de Weimar. En cada una de las novelas que ha escrito va esbozando partes del sueño moribundo que significa toda su experiencia en el campo de exterminio, el sueño de la vida antes y después del campo.
Esta novela-ensayo guarda muchos aportes filosóficos-literarios de gran interés para la crítica literaria y para la revisión filosófica, pero he decidido evaluar solamente – dado que de otra manera sería una empresa agigantada – sus aportes puramente filosóficos de los que trata.
Por lo tanto, espero que sea causa de un despertar interés en este autor que deslumbra por su sinceridad con la que aborda la escritura y la experiencia personal, y que se enfrenta con toda su humanidad y olvido, a relatar el horror sin ser parcial pero tampoco queriendo ser absoluto, en todo caso su congruencia y autenticidad artística es probada por una experiencia límite: la muerte.
Para algunos escritores literatura y vida van de la mano, su obra se traduce en su vida, o bien, toda su vida se expresa a través de los libros que han escrito. Pero para este autor la escritura es el recuerdo de la vida y la muerte, el dolor, el acercamiento y develamiento del mal, “mal radical” como lo llama él, y esto proporciona a sus escritos una carga inusual de experiencia vivencial, pero no sin mermar en su calidad y profundidad literaria y filosófica.
Semprún lo expresa abiertamente: no hay experiencia lúdica ni de exaltación, escribir es volver a morir. Esto sucede de manera contraria respecto a otros escritores en los que su escritura se nutre positivamente de su vida. Pero también, contrariamente a lo que se pensaría, su literatura no es pesimista ni fatalista ni trágica. Esto indica la fuerza con la que el autor encara su responsabilidad por expresar algo que es necesario comunicar aunque lo lleve al recuerdo del horror.
Aunque no podamos exponer nítidamente su visión filosófica particularmente podemos destacar ciertas temas que lo enmarcan, por ejemplo: su idea del hombre y la vida, su pensamiento respecto al lenguaje y cómo abordar la escritura literaria, sus parámetros estéticos e ideológicos que permean la creación artística, las consecuencias morales y la condición del mal.
En primer lugar, podemos hablar de antropología filosófica vitalista, y en la que se descubre con cada experiencia otro resquicio, tal vez oculto, de lo humano. Cuando dice: “Ya sólo podía escucharme, y eso a costa de un esfuerzo sobrehumano. Lo que por cierto constituye lo propio del hombre” (Pág. 31), sabemos que la experiencia del campo le ha dado una idea más completa del hombre y de lo humano: el esfuerzo de vivir, el esfuerzo de narrar.
Su antropología tiene mucho de personalista, de íntima, no es existencial ni existencialista, entiende que su individualidad contiene mayor contenido y unidad:
“Nadie puede ponerse en tu lugar, pensaba yo, ni siquiera imaginar tu lugar, tu arraigo en la nada, tu mortaja en el cielo, tu singularidad mortífera. Nadie puede imaginar hasta qué punto esta singularidad gobierna solapadamente tu vida: tu cansancio de la vida, tu avidez de vivir; tu sorpresa infinitamente renovada ante la gratuidad de la existencia; tu alegría violenta por haber regresado de la muerte para aspirar el aire yodado de algunas mañanas oceánicas, para hojear libros, para acariciar la cadera de las mujeres, sus párpados adormecidos, para descubrir la inmensidad del porvenir”.
Esta antropología profundamente humanista se enfrenta entonces a su contrapartida: Cuando el hombre es tratado tan cruel, violenta e inhumanamente, ¿qué le queda por decir acerca de su humanidad?
La respuesta se esboza a lo largo de todo el libro. Al hombre que ha vivido la muerte de un hermano le queda contar, compartir, crear la fraternidad del dolor y de la muerte. Tan humano para condolecerse de los agónicos y acompañarlos con versos, el libro está cargado de poesía. El hombre es narrativo, escritural, vive poéticamente y la poesía pervive aún en las ruinosas letrinas. El hombre es entonces experiencia contada, literatura y vida, narración.
Durante su narración, se va develando que más que el sueño y el arte, el máximo valor del hombre es la fraternidad, el hacer hermanos, la humanidad es fraterna esencialmente: “Pero la fraternidad no sólo es un dato de lo real. También es, tal vez sea, sobre todo, una necesidad del alma: un continente por descubrir, por inventar. Una ficción pertinente y cálida”.
Esta ficción no se contrapone a la verdad, nada más lejano a la idea de Semprún. La ficción es la manera esencial y verdadera de narrar el dato real. La pura aproximación a los sucesos personales e históricos como meramente hechos no devela ni aclara lo esencial. Por eso es necesaria la ficción, la narración humana que transforma la realidad en algo comunicable.
Si la ficción – ficción esencial, ficción verdadera – contiene la fraternidad, contiene el sueño y la muerte, entonces el lenguaje será posibilidad de narrar y posibilidad de vivir. Por lo tanto, si todo es posible vivir, si no hay experiencia que no se pueda contar, entonces no existe lo inefable, lo inexpresable:
“Siempre puede expresarse todo, en suma. Lo inefable de que tanto se habla no es más que una coartada. O una señal de pereza. Siempre puede decirse todo, el lenguaje lo contiene todo. Se puede expresar el amor más insensato, la más terrible crueldad. Se puede nombrar el mal, su sabor de adormidera, sus dichas deletéreas. Se puede expresar a Dios, lo que no es poco. Se puede expresar la rosa y el rocío, el lapso de la mañana. Se puede expresar la ternura, el océano tutelar de la bondad. Se puede expresar el porvenir, los poetas se aventuran en él con los ojos cerrados, el labio fértil.”
Harder erection is required for penetration pfizer viagra canada into her genital passage, are suffering from early discharge. viagra sildenafil Tribulus terrestris is a flowering plant native to southern Europe, southern Asia, throughout Africa, and in northern Australia. Most of the time, counselling is combined with topical steroids, enthralling, or coal tar. viagra sales online It contains many proven herbs for their prominent effectiveness viagra sans prescription in treatment of impotence.
En estas palabras se puede leer además una de las varias contestaciones que hace a Wittgestein. Con éste filósofo austriaco discute y reflexiona, convirtiendo su relato en un diálogo. Wittgestein ha movido ha movido la escritura de Semprún tanto que en su novela llamada El Desvanecimiento hace de él un personaje.
Para entender un poco de ese diálogo con Wittgestein conviene recordar una de las tesis de este filósofo. Wittgestein dice al final de su famoso Tractatus: “De lo que no se puede hablar, mejor es callarse”. Con esto le pone en silencio a los temas metafísicos y pone nuevamente otra condición de posibilidad, de tipo kantiana,al pensamiento, pero ahora sobre el lenguaje. Para este primer Wittgestein el lenguaje es una figura lógica del mundo con el cual se articulan los hechos atómicos, que lógicamente arrojarían una comprensión exacta – matemática – del mundo y donde, para evitar toda confusión filosófica, el lenguaje debe ser igualmente exacto, limitado y correlativo a los hechos.
Podemos observar entonces, en el párrafo citado arriba, cómo Semprún responde a la famosa sentencia wittgesteniana con una completa negación de su tesis. Pues para todo escritor las palabras son su materia, y en ellas está contenido el universo todo, si se limitara la palabra a una correspondencia exacta, a su referencia unívoca, el mundo del escritor perdería su más valiosa herramienta: la metáfora.
En cuanto a la muerte y a la experiencia personal, que es otra de las tesis que se contraponen entre los dos autores, dice Wittgestein “La muerte no es un acontecimiento de la vida. La muerte no puede ser vivida”. Semprún responde: la experiencia de la muerte siempre es mediática, conceptual, no está en el cogito, sin embargo afirmar que no tenemos experiencia alguna de la muerte “es evidencia de una pobreza espiritual extrema… el enunciado de Wittgestein debería escribirse así: mi muerte no puede ser una experiencia de mi vida.”
Luego continúa explicándolo más adelante: “Yo había vivido la muerte de Morales, no obstante, la estaba viviendo. Como, un año antes, había vivido la muerte de Halbwachs. ¿Y acaso no había vivido asimismo la muerte del joven soldado alemán que cantaba La Paloma? ¿La muerte que yo le había dado? ¿No había vivido acaso el horror, la compasión de todas estas muertes? ¿De toda la muerte? ¿La fraternidad también que ponía en juego?”
La muerte puede ser vivida, compartida. La muerte es una experiencia fraternal más que individual, se puede experimentar si no biológicamente sí metafísicamente, en el lenguaje. Se acaba la expresión del otro que me complementa. Se acaba un ser capaz de reflejar una figura particular del mundo que guarda una riqueza intrínseca. El otro me ama, como repitiendo el verso de César Vallejo “No te mueras. Te amo tanto.” Entonces, el otro es hermano, es fraterno, me falta él, cuando muere un hombre muere una parte de mí.
Por eso, para vencer la muerte – y su escritura – hace falta contarlo. Como repitiendo el verso de John Donne “Death, be not proud”. La experiencia de la muerte y su relato, su narración, su posibilidad de expresión. Semprún se remite al ensayo de Paul-Louis Landsberg La Experiencia de la muerte con el que se introdujo a San Agustín.
Es claro que nadie vive su propia muerte pero es mentira que no podamos experimentarla en el otro, en los demás, y que esa experiencia sea inefable, inexpresable. La muerte es tan expresable como el mal, para eso se requiere ver lo esencial. Hacia allá hay que ir: lo esencial no significa lo abarcativo ni lo exhaustivo, sino lo que ficcionalmente se hace arte.
Otro de los grandes temas de Semprún es lo que el llama “mal radical”. Aquí no hay diálogo con Wittgestein, dado que éste no hace referencia a la cuestión moral, el diálogo lo hace con Malraux. Este escritor que peleó en la primera guerra mundial es un maestro para Semprún, pues sus vidas se enfrentan a las mismas preguntas: ¿Cómo es posible, pues, llegar a la masacre, al exterminio en masa, si no es a causa de un mal radical que habita en cada hombre?
“Lo esencial – digo al teniente Rosenfield – es la experiencia del Mal. Ciertamente, esta experiencia puede tenerse en todas partes… No hacen ninguna falta los campos de concentración para conocer el Mal. Pero aquí, esta experiencia habrá sido crucial, y masiva, lo habrá invadido todo, lo habrá devorado todo… Es la experiencia del Mal radical”.
La pregunta por el mal no se asume desde la postura de Arendt – filósofa que trata el tema desde y después del holocausto – se hace desde Malraux. Éste autor asume la existencia del mal puro dado los hechos. Semprún aclara su postura: El mal es producto de los hombres. La esencia del mal es la libertad. Si es radical es porque el mal lo ha consumido todo.
Nos hayamos en otra encrucijada donde la experiencia supera por mucho a las posibilidades del relato: Uno es el mal real y otra la narración del mal. Uno es el acto mismo, el ser partícipe del mal como victimario o testigo del mal como víctima. El mal representa también algo universal como el bien, la justicia, la fraternidad. El mal es mal porque elimina y desecha la fraternidad de un golpe.
El mal también puede ser contado, develado, expresado literariamente. En todo caso diríamos con Simone Weil «el mal imaginario es romántico variado; el mal real, triste, monótono, desértico, tedioso. El bien imaginario es aburrido; el bien real es siempre nuevo, maravilloso embriagante”. Semprún no relata el mal, lo trata de develar en los hechos, declara a los culpables, a la blanca Alemania de la que sus poetas hablan, pero no se autocompadece, no se victimiza.
Para que la experiencia que parece inexpresable pueda ser contada tiene que ser auténtica, sincera en el puro sentido de apego a mi experiencia y pensamiento, pero no puede ser fiel a la realidad, se puede saber cuántas personas fueron asesinadas, cuantos campos hubo, se pueden hacer documentales históricos sobre los campos de exterminio pero lo documental no devela el mal humano. Para eso hace falta la ficción, aquello que transforme la realidad en arte.
En suma, por todo el libro podemos participar del diálogo con las ideas filosóficas de Heidegger o San Agustín, con Bertorld Brecht y su postura frente al comunismo, con Malraux y su develación de lo humano, es también un río deleitoso de versos de Aragon, Celan, Vallejo y René Char. El libro no puede ser desmenuzado a voluntad, la memoria es caótica, la narración también. Pasan muchos nombres que luego no se recuperan, pero en todo caso evidenciamos una vez más la vida interior del autor, su convivencia con las ideas, con los filósofos y poetas de su tiempo.
El autor cuenta además con otros libros igual de valiosos: Viviré con su nombre, morirá con el mío. El largo viaje. Aquél domingo. Son otras de sus novelas publicadas que relatan pasajes, recuerdos también, de esa, su experiencia más cercana al horror, al mal.