Mujeres juntas…
Cinco amigas, antaño íntimas, ora neuróticas, putas, borrachas, vengativas y perversas, se reúnen tras más de veinte años de distanciamiento.
En esta clase de reuniones, una vez que se agotan las formalidades del “ponerse al corriente”, surgen los reproches por la frustración provocada en el pasado que, en lugar de ser motivo de remembranza, se convierte en motivo para agredirse en el presente.
La que convoca a la reunión en su casa, Laura (Rocío Luján-Elena Reyes), quiere descubrir quién se acuesta con su marido. No piensa en nadie más que en sus amigas, porque su lógica femenina le hace intuir que un amigo te hiere de frente, pero con frecuencia lo hace por la espalda.
El espectador sospecha de la más puta, Julia (Cony Múzquiz), ya que ella ha hablado durante toda la noche de sus encuentros sexuales de ocasión y defiende su putez vehementemente. Pero no fue ella la que se metió con el marido de Laura.
Para sorpresa de propios y extraños, se descubre que fue Carmina (Teresa Muñoz) la que se acostó con el marido. Sorpresa porque antes, hemos descubierto que ella es lesbiana, que tuvo sus primeros escarceos homosexuales con Azalia (Judith Abadié).
Los corridos norteños nos han enseñado que hay que tener cuidado si una hembra se encuentra herida. Carmina ha sido capaz de llegar a tal grado de agresión porque siempre estuvo enamorada de Laura, y nunca pudo tenerla. La única forma que dilucidó para estar cerca de ella fue tirarse al marido e invadir su casa.
La frágil amistad se ha destruido por completo. Nadie se salva, ni siquiera Silvia (Ana Lucía Matouk) quien hizo todo por mantenerse al margen, como un testigo morboso que contempla un accidente, pero que terminó por involucrarse y formar parte de las ruinas.
Las convenciones teatrales
No sabría decir cuándo surgió la exigencia cultural de no contar los finales, ni tampoco sé por qué se le aplica al teatro.
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Es probable que esta exigencia sea válida para el género cinematográfico, que en la mayoría de sus producciones procura los giros de trama inusitados, como el de El sexto sentido, tan popular como el de El club de la pelea, entre tantos miles y miles de películas. Exigencia válida en la medida en que se considere al cine como producto meramente comercial, que acrecienta su popularidad –y sus ventas, por supuesto-, en su capacidad de provocar sorpresa, vía la colocación adecuada de ese plot twist en el guion.
El teatro como producto que se ofrece al público, poco debe importar que se cuente el final, porque lo más importante es ver cómo entran en juego todos los elementos teatrales para lograr la obra.
Ni modo que a estas alturas no sepamos en qué acaba “Romeo y Julieta”, “Hamlet”, “Amor sin barreras”, “Rosalba y los Llaveros”, “Rosa de dos aromas”, “Edipo rey”, “Casa de muñecas”, “De la calle”, “La muerte de un viajante”, “Un tranvía llamado Deseo”, etc. El dramaturgo crea un sistema de acciones dramáticas que propone como real; el director, por medio de los actores, lo comunica al público, persuadiéndolo de creer y conmoverse con lo que se le presenta, en sus propios términos de experiencia. La labor del dramaturgo ahí está, ya lograda, estable, constante. Corresponde al director y a los actores actualizar esa labor, repetirla una y otra vez, para convencer reiteradamente al público. Para lograr la respuesta máxima, ponen en movimiento su técnica y su creatividad cada vez que se presente la obra.
Lo que nos importa es entrar en esta convención teatral, dentro de la cual todo se hace verdadero –sobre todo, las emociones que nacen en el público- al momento de verlo en escena.
Teniendo esto en cuenta se puede juzgar acertada o no, la labor del director y la de los actores, resultando a veces, un producto en el que cada uno de sus elementos supera al otro.
Todavía tienen cachos buenos.
Hay un tipo de teatro en el que el actor encabeza la popularidad de la obra. Hace muchos años, por ejemplo, era Ofelia Guilmain la que destacaba en “Los árboles mueren de pie” de Alejandro Casona; y también sucedió lo mismo con Jaime Garza en “Equus” de Peter Shaffer, y con Evita Muñoz “Chachita” en “Los amores criminales de las vampiras Morales”, y el mismo caso se repitió con Rafael Inclán en “El Avaro” de Möliere. En estos ejemplos la actuación estaba por encima de los demás elementos.
En “El juego de la verdad” son las actrices las que sobresalen para el binomio teatro-espectador. En primer lugar, es poco frecuente ver una obra que reúna tanta madurez, en la que se trata un tema femenino sin rayar en el absurdo y superficial feminismo. Vemos cómo reluce la pérdida de la amistad, aunada al conflicto de la mujer en decadencia, reflejado por otras mujeres.
Rocío Luján, Teresa Muñoz, Cony Muzquiz, Judith Abadié, tuvieron sus años de formación en la belle époque del teatro lagunero, bajo la tutela de Rogelio Luévano, Nora Manek y Jorge Méndez, lo mismo que el asistente de dirección, Edgar Eloy Delgadillo. En conjunto con Ana Lucía Matouk (quien hacía mucho tiempo que no actuaba) y Elena Reyes (segundo trabajo de dirección, y también tomó el papel Laura en la segunda temporada), dejan en el espectador un registro diferente, ya que cuentan con una técnica que desarrolla el tránsito emocional interno, que sale a la superficie, sutilmente, en cada gesto, cuando proyectan la voz, cuando guardan silencio, logrando así una caracterización casi profunda. Es un matiz teatral que no es fácil apreciar, porque se está acostumbrado a un tipo de actuación estridente, de gran esfuerzo físico, eminentemente corporal.
A riesgo de ser nostálgico, pudiera ser que la técnica con la que cuentan las actrices de “El juego de la verdad”, necesiten otro tipo de teatro: uno en el que interpreten personajes tridimensionales y complejos; una dirección creativa y arriesgada; una producción adecuada para la propuesta del director… Quizá, una vuelta a esa belle époque (de Luevano, Manek, Méndez) en la cual se preparaba al actor exhaustivamente, con miras a lograr la mejor expresión del teatro lagunero. No se pueden asegurar tal vuelta ya que, por el momento, las tendencias del nuestro teatro van por rumbos diferentes, pero sinceros, en la misma búsqueda. Mientras tanto, las actrices de “El juego de la verdad”, serán vistas en otras puestas, demostrando que, en cuestión de actuación, todavía tienen cachos buenos.