Las más bellas historias de amor en la literatura podrían iniciar más o menos así: “Mi encuentro con el escritor fulano de tal fue determinante para mi vida artística, porque, a partir de sus enseñanzas, yo empecé a escribir bien”.
Me refiero a la relación amorosa entre un alumno y un maestro en la cual, aquél deja que el otro se convierta en su guía literario o peor aún, en objeto de admiración. Una relación que cuando no dura hasta que la muerte los separa, se anula al cabo de cinco o diez años.
De acá de este lado, en la Comarca Lagunera, existen maestros y discípulos que se han concentrado tradicionalmente en el Teatro Isauro Martínez, la IBERO, las Casas de la Cultura –más en la de Torreón, ya desaparecida, que en la de Gómez Palacio que todavía funciona-, la Escuela de Escritores de la Laguna –en su época-, la UA de C, en la librería Astillero, y otros talleres que se apagan como llamarada de petate.
Ignoro si los alumnos de estos centros literarios se han enamorado locamente de un maestro, pero no me sorprendería si así fuera. Si el maestro es de guapura promedio, carismático, sabiondo, famoso, lo lógico es que fleche a sus desprevenidos interlocutores a primera leída o en la primera clase, y que a partir de este encuentro se le persiga igual que San Juan de la Cruz a Cristo en su Cántico espiritual.
Es real el crush literario. Comienza con tempranas lecturas que nos forman una imagen idílica sobre el escritor, sobre todo si es sarcástico, iconoclasta, extremo bestial.
¡Imagínense lo que significa para el amante platónico el conocer a su autor favorito! He encontrado fans que se desmayaron ante José Revueltas, Elena Poniatowska y Carlos Fuentes, con sólo verlos en una conferencia o con tenerlos de visita en su casa.
Pero no todo encuentro con escritor provoca ese something, ese no sé qué que qué se yo, ese se me cayeron los calzones hasta el piso.
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Los que integramos la revista registrosdevoz.com, como estudiantes de la Escuela de Escritores de la Laguna, tuvimos la oportunidad de recibir talleres con escritores de renombre (Jaime Augusto Shelley, Eduardo Casar, Alberto Chimal, Verónica Murguía, Enrique Serna, Teodoro Villegas, María Elena Aura, Bernardo Ruiz, Armando González Torres, Ricardo Castillo, Ana García Bergua). Si bien sus talleres fueron sumamente reveladores y sus personas nos agradaron en demasía al grado de compartir el pan, la sal y el vino, de entre estos que menciono, así que digan ustedes ¡Uy, cuánta huella les dejaron!… pues, no podemos decir eso.
A excepción de Jaime Augusto Shelley. Mantuvimos con él un taller de poesía durante algunos años. Dinámica enriquecedora por antonomasia porque no solo aprendimos más de poesía, sino también de otros géneros literarios y otras cosas sobre el diario vivir. A tal grado llegó su influencia que le rendimos homenaje mediante el nombre de nuestra revista.
Si alguna vez usted llega a toparse con Luis Carlos García Lozano, Gloria Yolanda Medina, Alfredo Loera, Miguel Ángel Espinoza, Juan José Martínez, Ignacio Garibaldy, y les pregunta, ¿qué autor me recomiendas?, allá, como en el quinto lugar, recomendaríamos a Shelley.
Si usted me pregunta específicamente a mí que cuál poema recomiendo de él, diría que leyera todos los días Conjuración de la amada, El cerco, Aviso, Anacusia, A grandes voces. Pero eso sería todo. Jaime Augusto Shelley no está colgado de mi pared como la imagen de San Jorge y el dragón. De hecho, aunque he realizado tentativas para estudiarlo, todavía no escribo nada sobre su poesía para unirme a los pocos que se atreven a estudiarlo, a él y al grupo de La espiga amotinada.
No le debemos enteramente nuestra creación sino solamente una formación integral. Estrictamente hablando, tampoco lo seguimos en su poesía. Es probable que él nunca lo haya pretendido.
Todo maestro que se precia de serlo no se afana por dar seguimiento a sus fans. Para él son una masa informe que lo escucha o un ente desconocido que lo lee. Luego entonces, el encuentro es con nadie, con un ser que pone letras en hojas, crea algo de importancia, que de repente hace referencias a cuestiones vitales significativas, y que en este sentido puede rendírsele cierta admiración.
No creo, definitivamente, que mis maestros se pregunten si ya publiqué, si saqué un premio, si sigo escribiendo poesía, si ya viajé a Roma, si ya morí por congestión alcohólica. Yo por mi parte, a manera de estudio formativo, leeré sus libros, seguiré sus trayectorias, y si fallecen antes que yo, igual y escribo algo en su memoria.