Cuando leo un ensayo sobre literatura escrito por un escritor reconocido, tengo la impresión de que estoy recibiendo una cátedra. Me pasa con José Luis Martínez cuando habla de historia de la literatura mexicana; con Alberto Chimal cuando habla de cuento fantástico; y con Salvador Novo cuando habla de cualquier cosa.
En cambio, cuando leo a uno de los escritores de mi querida Comarca Lagunera –entre los veinte y treinta años de edad-, ya sea en reseña o en ocasión de una presentación de un libro, siempre dudo de la sabiduría expuesta.
No es porque sean locales y los otros nacionales, sino porque siento que esconden o maquillan el hecho de que su conocimientos literarios son parciales.
Fíjense bien. Ubiquémonos en una presentación de un libro de quien sea. Si el presentador habla más de sí mismo que de la obra comentada, si en el cuerpo de su exposición aparece una nómina de libros ya consagrados con los que compara el de su amigo sin que haya relación causal, si justifica la obra -no en sí misma- sino en lo que el autor pudiera lograr en algún momento de su carrera, es porque no leyó bien a su comentado y pretende distraer a los asistentes con una palabrería tangencial.
Ahora bien. Revisemos otro caso imaginario. Supongamos que un escritor tiene un blog y que en él escribe cada semana, lo comparte en redes sociales, obtiene likes y uno que otro comentario festivo. Si aborda los clásicos temas triviales –comida, cerveza, droga, putas, futbol-, o si sigue hablando de Cortázar, Borges, Vargas Llosa, García Márquez, Benedetti, Rulfo, hay que desconfiar del escritor bloguero sin chistar.
No es que yo considere que estos autores sean malos. Por el contrario, son buenos, atractivos, esenciales. Sin embargo, no son los únicos de los que se puede hablar. ¿O es que existen lectores que no los conozcan todavía? ¿Acaso se ha descubierto algo nuevo sobre ellos –no sé, algo así como un milagro? ¿Se detuvo el devenir literario en el boom latinoamericano?
El problema está en la pretensión de absoluto que los escritores buscamos o que nuestros lectores nos endilgan. Anteriormente he dicho que existe un vacío en la formación de algunos lectores que buscan llenar con la opinión de los escritores que conocen. Hay que señalar que la búsqueda es sincera y plena en confianza. Por eso nos llaman “maestros”, o quisiéramos que así lo hicieran, y que nos convocaran para dar talleres o conferencias en el resto de la república.
La realidad nos indica rotundamente que no se puede conocer todo de todo. Cada vez hay más libros, más películas, más puestos de lonches, más cantinas, más obras de teatro, muchas cosas más.
Ante tal avance socio-cultural, propongo que el escritor manifieste, en honor a la verdad, que no conoce tanto, que los conocimientos que exhibe son eventuales y que apenas se los va consolidando. Es muy probable que un día alcance la perfección enciclopédica, pero mientras, que trabaje en ello y que nos lo advierta en cada publicación.
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Lo digo sin falsa modestia porque la detesto. Decir que cosas como «desde mi oscura trinchera me propongo abordar…» «según la humilde opinión de…» «soy un pobre venadito que habita en la serranía de literatura…» Si alguien escribe eso es porque todavía no sabe que la falsa modestia sólo le conveniente a Cervantes y a nadie más.
Por cierto, usar expresiones apocalípticas como la que acabo de hacer –muy del estilo de «no hay nadie más moderno que Kurosawa», «tú qué sabes del sexo si no has leído a Henry Miller», «Madonna lo hizo primero»-, también forman parte del vocabulario de un escritor que no sabe argumentar, por eso declara su conocimiento absoluto.
Sólo la filosofía de Santo Tomás de Aquino se da el atributo de la eternidad, o sea, es la única por la que se puede acceder a la verdad inmutable, absoluta. Y aún eso está en duda en nuestros días.
Dicho sea de paso, hace falta un cursito de filosofía a algunos escritores, en orden a que adquieran un método de investigación, una estructura lógica, algo de rigor, que se vuelve necesario en toda exposición de cualquier tópico, ya sea literario o trivial.
Recomiendo iniciarse en la lectura de Elí de Gortari, maestro de la materia de Lógica en la UNAM en aquellos años de esplendor universitario. Sus manuales están por doquier, incluso, se pueden bajar de la internet.
¿Se pierde el encanto en los lectores cuando saben que su escritor favorito –por ser más cercano a su círculo social-, no sabe lo todo? ¿Qué tan grave es que el escritor confiese que apenas está estudiando un tema o que de plano diga que no ha leído tal o cual libro?
Estrictamente hablando, sólo la muerte es grave. Lo demás, son cursilerías. En este sentido, nuestro lector nos perdonaría la falla, lo provisional de los escritos, incluso, llegaría a crear más simpatía por nosotros.
De lo contrario, dada la época que vivimos que el flujo de información es mayor cada año y que nuestros lectores acceden a ella -sin mucho criterio- y que en un determinado momento se darán cuenta que falseamos lo que ofrecemos como verdad, en otras palabras, ocurriría la desacralización del escritor como autoridad moral dentro de su sociedad. A ella le encanta demoler ídolos, pero… ¿al escritor le gustaría ser expuesto en su ignorancia?