Salí corriendo como un gamo. Ni siquiera la urgencia de mis tripas gruñonas me detuvo, el día anterior solo había fumado y tomado coca cola. En el camino de regreso desde México a Monterrey en camión, apenas si dormí, fueron 12 horas muy largas con diversos acompañantes por intervalos en el camino. El hombre que se sentó a mi lado casi al final de mi llegada era varonil y guapo, aunque solo lo miré en una ocasión y eso de perfil. Los asientos, por ergonomía de los camiones de pasajeros, son cachondamente incómodos y él ranchero guapo de mi lado simulaba venir dormido, se inclinaba casi en mi hombro. Me emocionó saber que me trataba de conquistar, mi imaginación viajaba por varios kilómetros a más de cien por hora, y de pronto percibí que el varón, convertido por su sombrero en un caballero, iba respirando muy de prisa, al igual que de prisa iba el autobús. Llegamos a la central camionera de Monterrey muy temprano y ya hacía mucho calor, yo olía a muchas cosas, en especial a un sudor que se produce en las entrepiernas. El pasajero se bajó primero que todos, algo apresurado, y antes de perderse en el último escalón de la puerta de salida, volteó de frente y me sonrió; yo me sentí desencantada, no era guapo sin el sombrero, estaba pelón. Pero ya que.
Excepto por este incidente, todo el camino me vine pensando en el comité de huelga y la marcha hasta el zócalo y en que mi madre me iba a dar tremendo castigo porque no atendí a mi hermana mayor, que llegaba a esta ciudad desde el pueblo para comprar los últimos detalles del bautizo de su hijo primogénito. Aquel día sábado sería su bautizo, y yo apenas llegaba amanecida. Es curioso lo que pudieron pensar de mí los familiares foráneos, invitados de padrinos, algo así como la realeza de la familia, si supieran que solo me fui a meter una chinga en la gran marcha.
Dos días antes previos a la marcha, los del grupo del comité de huelga de la facultad tomamos varios camiones frente a la facultad de Psicología para irnos en ellos, la persecución de las patrullas municipales no fue del todo comprensiva (como otras veces), pues al hacer las barricadas, nos atacaron con gases lacrimógenos; a los que nosotros les respondimos haciendo mecheros, prendiendo llantas para bloquearles el camino. Fue el único recurso que nos dejaron para sacar los camiones para llegar a la gran marcha, la autonomía de la Universidad corría riesgos de ser nuevamente atacada por los grupos más reaccionarios de la “uni”. Los llamados “batas blancas” eran porros de rectoría, que ya en otras ocasiones nos habían quebrado la huelga, y levantado el comité de lucha con infiltrados y esquiroles. Los hijos de la chingada se reproducían de a montones, y lo malo es que a la raza le valían madre los periódicos que distribuimos muy temprano en la unidad antes de que llegara la masa blanca. Son unos pendejos que reciben lana, es la banda del director, y nos delatan de andar de rojillos. A mí me dijeron que ya me tenían bien fichada, que estoy en su lista. Me amarraron las manos.
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¡Ah! ¿En qué estaba? El olor seguía ahí entre mis piernas, solo que esta vez lo descubrí, su fuerte olor a cloro, cuajo de leche agria, tremendo moco pegajoso. Me levanté rápidamente del asiento apenas y el camión tocó el borde del andén, y salí volando ya dije, que como gamo, a tomar la ruta centro para recoger la mantilla que me encargaron para vestir al bautizado. Ya en el camino a mi pueblo, arranqué un pedazo de papel que estaba pegado en un poste “se busca a chispita” parecía un humano con cara de perro o un perro con cara de humano. Moñitos, ropita, cadena al cuello, nombre grabado en placa metálica, peinado con listoncitos de colores. No supe en realidad de que se trataba el ser, yo solo arranqué el anuncio y me limpié mi falda amarilla, tallando muy fuerte para que ese olor agrio a ranchero guapo no me penetrara hasta el cerebro.