No recuerdo quién dijo que los personajes de la literatura son más reales y humanos que los hombres de carne y hueso. La noche de ayer 20 de abril al presenciar la obra Resiliencia en Casa Aquelarre dentro del Foro Escénico de La Laguna me quedó claro lo que quiere decir esto.
Resiliencia es una obra escrita por Marianella Morena, dirigida por Uriel Rangel, con actuación de Arturo Aranda Zamudio. La historia trata del presidio de Carlos Liscano, un militante político (actualmente escritor) del movimiento Tupamaro de los años setenta en Uruguay. Es un testimonio de los presos latinoamericanos, de la barbarie en la que vivían y siguen viviendo, de la tortura a la que son sometidos, del proceso de deshumanización que el poder en turno intenta aplicar a todos aquellos que estén en contra de sus políticas.
Considero que en este último punto es donde se encuentra la valía de esta puesta en escena. Plantea la verdadera función del teatro actual, la cual es la de la humanización en todos los aspectos del otro. Si algo tiene el teatro que otras artes no pueden dar es la corporeidad de los personajes. Mucho se ha hablado acerca de las posibilidades del teatro en relación con el cine. Creo que está evidenciado que el último ha sido el arte dominante de las masas. La gente prefiere ir a ver una película que ir al teatro. Quizá el camino, la ruta del nuevo teatro o del teatro actual (su justificación, ¿qué me puedes dar que nadie más pueda?) precisamente sea esa: la posibilidad de la humanización. Pero que quede claro: no a la manera de los humanistas del siglo XVIII y XIX, quienes pugnaban por un hombre idealizado y abstracto, sino a la humanización total, en la que el cuerpo, el sudor y la sangre tienen preponderancia.
Si pudiéramos encontrar una tesis de fondo en Resiliencia esa sería. Carlos Liscano dice en algunos momentos que dentro de la celda, después de los golpes, sólo estaba él con su cuerpo. La cuestión era resistir (de ahí el título Resiliencia palabra que, según la RAE, significa: capacidad de adaptación de un ser vivo frente a un agente perturbador o un estado o situación adversos), pero cómo pedirle a un cuerpo que genera asco que resista. El preso, se nos dice, sólo tiene que resistir, pero en ese proceso también se da un desgaste y una desapropiación de la carnalidad misma. El cuerpo se convierte en un medio, pero a la vez en lo único que se posee.
Nuestra pulcra sociedad suele rechazar el cuerpo, ya sea desde un punto de vista religiosos (el pecado) o desde un punto de vista clínico (la enfermedad contagiosa). La sangre en ambos casos está cargada de significados, de tabúes, que generan el rechazo. Carlos Liscano (Arturo Aranda Zamudio) salió a escena cubierto de sangre y con la ropa manchada de suciedad, de lodo, de sudor o incluso, si la imaginación busca ser verdadera, de excremento. Para el espectador, en un espacio como Casa Aquelarre, ya desde el inicio esto es un reto, porque hay que soportar el acercamiento del preso, lo cual implica el acercamiento y superposición de las dos realidades. En otras palabras hay que soportar la humanidad de Carlos Liscano (Arturo Aranda Zamudio).
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Esto, curiosamente, no debería ser difícil, al menos no debería serlo si revisamos los discursos dominantes de nuestra sociedad. Siempre hay frases de tolerancia, de buscar la unidad entre los hombres, pero entonces ¿por qué un monólogo como el de ayer a final de cuentas sí es un desafío para el espectador? No nos engañemos, es un desafío porque, lo queramos o no, nuestro estilo de vida constantemente cosifica (deshumaniza al otro), y solamente lo soporta desde un punto de vista abstracto. Eso es lo que aplaudo de la obra, bajo la producción de la compañía Hoja en blanco, y en este sentido creo que el teatro la lleva de gane, y pienso que en muchos aspectos se necesita hacer una mayor búsqueda. A continuación propongo algunas pautas.
Resiliencia tiene una pequeña falla en la dramaturgia, porque no cierra bien la historia. En la novela (porque la obra de Marianella Morena está basada en la novela testimonial de Carlos Liscano El furgón de los locos) por la naturaleza del género literario se puede dar el lujo de acabar por agotamiento, es decir de terminar cuando ya no hay nada más que decir, pero esto se justifica porque una novela es un obra de arte que no se agota (o que difícilmente se agota) en una sentada. El lector invierte por lo común varios días en la lectura del texto, en estos casos el novelista para no quitarle más tiempo, una vez que ha enviado su mensaje, se puede dar la licencia de terminar de un modo plano (el clásico tan-tan). Ahora bien creo que esto no lo puede realizar con la misma licencia un monólogo de cuarenta minutos. Cuarenta minutos no es tanto tiempo como para que el espectador ya quiera que todo termine de un modo abrupto (no está todavía agotado, como con una novela), más bien considero que es un tiempo en el cual se debe elaborar una sensación de final (porque el espectador lo está esperando), un momento en que la ficción (la cual es la única manera, según escritores como Jorge Semprún, de hacer ver la realidad) se dé por concluida internamente a sí misma y no que por un agente externo, dígase grabación o desenmascaramiento del actor (el cual, desgraciadamente, siempre va a ser menos humano que el personaje). Lo más curioso es que ese defecto (y este comentario ya es un poco aparte) lo he notado en muchas de las obras actuales. Me parece extraño porque si la narrativa tuvo una madre, esa fue la dramaturgia. Es decir el cuento y la novela copiaron sus estructuras del drama, es curioso que los dramaturgos no empleen o no conozcan las estructruras dramáticas tanto como los narradores. Un monólogo (esto no lo debería estar diciendo un narrador) debe o necesita tener un cierre, al estilo de los cuentos, puede ser un final abierto o cerrado, pero necesita de un final. Esto lo escribo porque veo que la gente incluso no sabe si aplaudir o no, o si la obra va a continuar, eso pasa porque al público no le queda claro si ya todo ha sido dicho y eso, no se puede negar, es un defecto de la obra. Así como el espectador debe tener bien claro que ha empezado la ficción, así también debe saber que ha finalizado pero sin que el actor desenmascarado se lo diga, porque vuelvo a repetir el personaje siempre va ser más humano y más significativo. Si queremos dejar bien claro el proceso de humanización es el personaje quien nos los hará ver, porque es el que está implicado en la ficción, la cual es la que da sentido a las acciones. El mismo personaje es quien da la pauta. El actor (he visto también que en ocasiones, en otras obras, los directores lo hacen) desenmascarado no puede romper la fantasmagoría de la realidad.
En general Resiliencia es una buena obra (la actuación es excelente), una obra que aplaudo y que me deja contento en el sentido de que no estamos tan solos. Todavía hay humanidad en el mundo y puede (pequeño milagro si se quiere) encontrarse en el teatro.