Ignacio Garibaldy

COLUMNA

Por Ignacio Garibaldy

Columna

LA CAMINERA O ¡ESTÚPIDA, MI CANTINA, IDIOTA!

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Estaba yo en mi casa, por la mañana, bebiendo la primera taza de café, cuando vi en Televisa Laguna un video promocional sobre la exposición “La última y nos vamos. Cantinas históricas de Torreón”, y me acordé de que yo me había prometido ir porque soy un aficionado a las cantinas más que al museo Arocena, lugar de la exposición, y porque quería ver cómo es que podrían dialogar estos mundos aparentemente contradictorios.

Eso era antes de ver el video promocional -cuya duración es de poco más de 4 min.-, en el cual aparece el historiador Carlos Castañón Cuadros, sentado frente al reportero, hablando brevemente sobre la historia de las cantinas y sobre algunos aspectos culturales de las mismas. Lo que me dio mala espina es que se encontraban en el Perches y que Castañón Cuadros solamente le dio dos tragos a su cerveza servida en vaso. El Perches, si bien es histórico, lo considero algo fresa, y yo mejor me pondría hasta la madre en lugar de dar dos tragos a una deliciosa cerveza.

En fin… Me fascina el arte que toma como motivo la vida de los bares y le imprime una fuerza expresiva que de suyo no tiene. Porque, estrictamente hablando, la belleza natural de cualquier espacio, no es suficiente para conformar una obra de arte. Hace falta la intervención del artista para elevarlo a esa categoría. En fin… La historia de la literatura y del arte, nos han entregado grandes obras, y el grupo Pesado su mejor disco.

Antes de asistir al museo Arocena, revisé su página de internet y encontré algo sobre la exposición –no sé si se han dado cuenta de que no he dicho exposición de… y eso responde a que ni el mismo museo Arocena aclaró ese punto-. No me convenció del todo. Era un resumen sobre la historia de cada cantina comentada. Datos de su fundación, recuento de sus dueños. Carlos Castañón Cuadros, como encargado de la investigación y del guion museográfico nos ofrece algo muy somero, muy básico.

Asistí al museo Arocena pero quedé sin saber de qué era la exposición. Le destinaron una sala muy pequeña y estaba integrada por tarros de cristal, vasos antiguos, un tapete con perros jugando cartas, dos charolas redondas antiguas, un retrato de una mujer, una cava de madera, unas cuantas fotografías de las cantinas en aquellos tiempos. Obviamente son elementos extraídos de las cantinas para ser expuestos en el museo con una idea museográfica simple. Lo que ocupa el lugar central de la exposición son seis pantallas planas que penden del techo, y en medio de ellas, como un dios, una proyección sobre la pared.

El problema fue elegir qué debía ver primero, si las pantallas o la pared. Decidí ir de izquierda a derecha, como si leyera un libro. Todas y cada una de las pantallas repetían lo mismo: fotografías de clientes, de los dueños, de los boleros, del mesero sirviendo la cerveza, plantillas de información sobre la historia de cada cantina -la cédula que yo había leído en la página de internet. Y por si fuera poco, la exposición de cosas antiguas y videos, era ambientada por música que me trasladó al Salón México, el de la película, no al Torreón antiguo.

La información que Carlos Castañón Cuadros aportó son sólo datos generales, sin estructura uniforme, que no abundan en los detalles específicos que distinguen la vida cantinera. Por ejemplo, no se trata lo suficiente el porqué de los nombres de las cantinas, el porqué de su arquitectura y ubicación, no se habla de las visitas de personalidades, ni de las bebidas especiales que se preparan en cada cantina, ni de los vendedores ambulantes, ni de los borrachos incómodos, ni de los pleitos que seguramente se daban en los albores de Torreón.

El ensayo fotográfico de Jesús Flores falla en dos sentidos. En primer lugar su tema es lo de un día. En verdad, creo que se pasaron un solo día en cada cantina, a media tarde, en las horas más cordiales, cuando casi no hay clientes. Le falta abordar la hora feliz, la hora de la botana, la noche y la madrugada. En esas partes del día también hay mucho que vivir.

Puedo conceder que él tiene derecho a presentar lo que se le dé la gana, desde la hora que quiera y desde el día que se le antoje –asimismo concedo que Castañón Cuadros quisiera abordar el tema de la historia con esos parámetros- porque todo se resolvería en la mirada del artista del lente, justificando el tiempo, el dinero, y el esfuerzo empleado.

Pero, ¿por qué no presentarlo con toda la carga emocional que proporciona la fotografía en cualquiera de sus formatos?, ¿por qué hacerlo mediante un video que tiene la misma dinámica de una presentación de PowerPoint?, ¿por qué se presenta ese video, replicado en siete proyecciones, sin un lenguaje visual? Éste es el segundo término en que falla el ensayo fotográfico.

A fin de cuentas, creo que el museo Arocena, con lo que representa, no se vio intervenido por el ambiente cantinero, popular y sencillo, y no siento que la misma exposición dialogue con nadie desde la nostalgia, desde la fraternidad cantinera, desde la misma historia.

Tampoco siento que represente, aunque sea en detalle, a los personajes que componen el ambiente cantinero, ellos no tienen voz ni presencia definida en lo expuesto.

La intención de establecer un punto de acceso al antiguo Torreón través de las cantinas se queda a medias, incluso para ser un primer tratamiento. Y eso se debe a que no se definió exactamente el punto desde el cual la iban a proyectar.

He dicho que soy un aficionado a las cantinas. Me gustan mucho las de Torreón, las de Gómez Palacio, en menor grado las de Lerdo. En cada una de ellas lo poético está en potencia -esto no se encuentra ni por accidente en los nuevos bares del distrito Colón por ser hípster, ni en los bares donde se toca música de banda al estruendo… ambos tipos de lugares tienen el infierno merecido-, pero no por ello quiero decir que yo sea la autoridad, ni censuro al resto del colectivo artístico que quiera intervenirlo, ni quiero gritar “¡Estúpida, mi cantina, idiota!”

Yo asistí a la exposición para dejarme sorprender por lo artístico que pudiera ofrecerme. Lo busqué durante largo rato, lo más posible. De hecho, duré más tiempo que los otros visitantes. Se los juro. Me tocó coincidir con un grupo que iba en visita guiada y se fue en cinco minutos, con todo y la pésima explicación del guía.

Sin embargo, no dudo que habrá alguien que sí se haya conmovido, y me pregunto qué clase de persona será. Acaso la clase media alta que en su vida ha ido a una cantina pero que mira esta exposición condescendientemente y escribe en sus redes sociales #ChidoTorreonAntiguo, #GotaDeUvaEnMiCabeza, o algo como #LaSevillanaSomosTodos, no lo sé.
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Por supuesto que los meseros y los dueños se han de haber sentido muy halagados porque el museo Arocena los tomara en cuenta –ojalá que los hayan invitado a la inauguración. Pero, ¿y los demás? Es decir, ¿qué lugar tienen los parroquianos, los vendedores de semillas, de gorditas, de burritos de hielera, de cigarros sueltos y de chicles? -y no se hagan, no creo que el oficio más antiguo del mundo haya estado ausente en Torreón-. En fin, les preguntaba, ¿qué lugar tienen en esta exposición y en todo el arte visual de La Laguna?

A partir de ésta exposición les propongo las siguientes tesis para que las consideren.

1.- La cerveza sabe más rica cuando se enfría por hielo que por refrigerador.

2.- Es más fácil llegar al sol que encontrar un camarón en el consomé que sirven en La Sevillana.

3.- Para practicar el “pisteo extremo” en Torreón, dense una vueltecita por las cantinas que se encuentran entre la c. Ramos Arizpe y c. Múzquiz, entre el blvd. Revolución y blvd. Constitución. En Gómez Palacio, asistan al Arizona o al Noa Noa. En Lerdo, lo más peligroso es que te agarre el alcoholímetro.

4.- Casi todas las cantinas están ubicadas en esquinas.

5.- El espejo que ponen detrás de la barra es para reflejar nuestro ser en su más íntima bajeza.

6.- Estos versos ‹‹Hay que bailar como lo hace Roberta. Hay que gozar este ritmo que inquieta. Baila, goza y aprieta, para que seas feliz con Roberta›› ¿a poco no suenan bien chingón, como si el mismo Beto Díaz y su Orquesta los interpretara en Las Naves de Colón? Beto Díaz tiene el cielo merecido.

7.- En cada cantina hubo o hay al menos un poster de una vieja encuerada -como le decían las esposas que iban a buscar a sus maridos que no dejaban chivo en casa- mejor conocidas como “encueratrices”. Todavía las amo, Angélica Chain, Sasha Montenegro, Lyn May -cara de mi nalga izquierda-, y no me olvido ti, Chichi Ti Bum, ni de ti, Chichela Vega.

Quisiera continuar con esta bendita plática de borrachos, pero debo volver a la seriedad. Quiero exponer otras tesis referentes a la exposición.

8- El joven historiador –no sólo me refiero a Carlos Castañón Cuadros sino a los demás que publican en El Siglo y en La Opinión Milenio-, en lugar de hacer historia prefiere buscar su lugar en la misma como el sistematizador, el sabio eminente. Por ello es que, en lugar de consignar los hechos más recientes como cronista que deberían ser, se inmiscuyen en el sobado tema de la Revolución en La Laguna –que es como hablar de Frida Kahlo-, y soslayan los demás años que tienen de vida las ciudades que la integran. ¿Es que no ha sucedido nada en La Laguna desde 1950 hasta el 2016? En los diarios, escribir sobre la Revolución otorga prestigio en la ficticia alta sociedad lagunera que consume y produce artificiosos subproductos culturales.

9.- La alta sociedad -la que preside los patronatos, la de apellido elegante, la que está en los puestos gubernamentales, la de tradición- se ha hecho de una posición preponderante y ha creado una política cultural que elige y discrimina aquello que pudiera o no ser arte. Crea historiadores, artistas visuales, escritores y músicos, basándose en un criterio pendular: si éstos logran representar a aquellos con grandilocuencia en el arte y en la historia, recibirán un lugar en su panteón. Si por el contrario, los artistas optan por representar a cualquiera menos a ellos, serán ignorados hasta el olvido, no le hace que hayan estudiado en Europa o Estados Unidos.

10.- Sólo tres sectores de la sociedad se interesan en el arte: la alta sociedad que gobierna políticamente al arte; el artista que quiere formar parte de esa sociedad, y el artista que evade este juego de gesticulaciones –que en este sentido sí se le puede tildar de alternativo-, y que seguirá siendo tal aun sin la validación de los otros dos anteriormente mencionados.

Aquí está una clave de importancia, me acabo de dar cuenta. La alta sociedad seguirá siendo la misma, no cambiará sus procedimientos. Por el contrario, buscará prolongarlos en la historia de una sociedad concreta. El artista alternativo, seguirá siendo él, sin que lo tomen en cuenta como ciudadano distinguido en cada aniversario de la ciudad en la que viva, y sin ser invitado a los grandes eventos.

Pero el artista y el historiador, que por esencia no puede ser alternativo, y que busca con afán religioso su lugar en la alta sociedad, si no lo obtiene, no es nada.

Hasta aquí termina la exposición de mis tesis. Les recuerdo que están sujetas a cambios según las posteriores investigaciones que realizaré, y están abiertas a sus sugerencias y comentarios. Entre tanto, no volveré a la exposición del museo Arocena sobre las cantinas. Pero sí iré en la semana al Nopal, a disfrutar de varias caguamas Carta Blanca, servidas en un vaso con hielo, sal y limón, y acompañadas de cacahuates con ajo. Con su permiso… ¡Salud!

Ignacio Garibaldy

Ignacio Garibaldy

Licenciado en Filosofía. Dramaturgo egresado del diplomado en creación literaria de la Escuela de Escritores de la Laguna. Becario del FECAC en la categoría de jóvenes creadores (2006-2007). Autor de Tres tristes vírgenes (U.A. de C. Siglo XXI. Escritores Coahuilenses. Cuarta Serie. 2011). Ganador del Premio Nacional de Dramaturgia de obra de teatro para niños, niñas y jóvenes Perla Szchumacher 2022 por la obra La voz de la tierra roja.