El Criterio
Por fin llegamos a esta tercera y última parte del ensayo con el propósito de tratar el tema del criterio. Tuve que acudir a las dos partes anteriores para justificar la tesis de que tanto la crítica filosófica como la cultural, se han olvidado del criterio como facultad natural del intelecto, como antecedente necesario para la crítica, y también de los criterios de valor universal sin los que la crítica pierde sentido.
El criterio como una facultad humana es una función natural del intelecto, que se forma con el hábito, es decir, se educa y se perfecciona con el uso constante y correctivo, así como está en posibilidad de atrofia si no se le mantiene en constante acto.
Esta parte de la facultad intelectiva es el discernimiento natural que la mente hace respecto de lo que conoce, la discriminación para separar sus objetos conocidos, y no confundirlos entre sí, y que puede superar el dilema entre el empirismo y el racionalismo porque no hace uso exclusivo de la experiencia o de la razón.
El criterio distingue, pues conocemos mejor cuando podemos separar mentalmente una cosa de otra distinta, primero para definirla y luego para relacionarla. El juicio hace esa operación de separar y unir, por eso hablar de criterio es hablar de juicio.
Aunque debemos decir también que no todo el pensamiento ni toda forma de pensar se hace por juicios, el juicio es una pieza fundamental del pensamiento. Criterio, entonces, será la facultad educada para pensar, por medio de juicios, que cada vez pueda lograr juicios más certeros.
El intuicionismo olvida que el conocimiento es una operación, un acto, y que la inteligencia es una facultad activa sujeta de hábitos perfectibles. Pretende que todo conocimiento es inmediato y espontáneo, y que no se pasa ni por la experiencia ni por el juicio, y que el resultado de pensar se obtiene sin intermediarios, por influjo o por inducción iluminada.
Todos los hombres podemos y debemos hacer un juicio frente a la totalidad, quien lo hace propiamente es el filósofo y en la medida que sea total su horizonte mejor filósofo será. Pero todos los hombres son en parte filósofos cuando hacen un juicio de su vida, de su situación, de su realidad. Renunciar a esa facultad natural es quitarle el hombre una propiedad humana, es despojarlo de humanidad.
No hacer juicios, renunciar al criterio, es sumarnos al irracionalismo, es dejarse vencer por la educación de masas, apostar por el relativismo universal que se reduce al escepticismo: si yo no puedo juzgar, no soy capaz de hacer distinción y todo pasa igual, y no puedo saber qué es lo mejor. Entonces habré renunciado a mi capacidad crítica.
Jaime Balmes, en el libro El Criterio nos dice:
«El pensar bien consiste, o en conocer la verdad o en dirigir el entendimiento por el camino que conduce a ella. La verdad es la realidad de las cosas. Cuando las conocemos como son en sí, alcanzamos la verdad, de otra manera, caemos en un error.»
Balmes habla de que se educa con modelos, con ejemplos, y no con reglas, por lo que no voy a caer en ese reglamento o recetario para mejorar el criterio, pero debo recomendar su lectura, pues el autor nos dice que el criterio se afianza al atender al talento individual, a la sensatez de la evidencia y la prudencia del juicio.
A lo que debemos atender ahora, es dejar claro que si hablamos de criterio hablamos de juicio. La ciencia que estudia el juicio es propiamente la lógica, en tanto juicio como forma del pensamiento. La lógica divide el pensar en tres partes: el término o el concepto, el juicio o el enunciado, y el raciocinio o silogismo. Pero para no entrar en profundidades digamos que el juicio es el enclave de nuestro asunto, y en esto Kant atina y ataca. Hablemos entonces del juicio.
Los juicios y los criterios
Hay juicios de verdad, juicios estéticos y juicios morales. En los juicios de verdad, se afirma o se niega de un sujeto lo que de él se predica. La filosofía aristotélico-tomista dice: la verdad está en el juicio. Es decir, la verdad está en el acuerdo de la cosa con lo que se dice de ella, y ese acuerdo es lógico, pero no solamente lógico, es también verdadero cuando se opone, cuando se enfrenta a la realidad.
La crítica del juicio de Kant, desvanece analíticamente lo que el juicio podría darnos del mundo, de la realidad o del noumeno, es decir, que le otorgó a la lógica lo que pertenecía a la ontología. Se olvidó de la realidad para aceptar solamente la posibilidad, y esa posibilidad tiene solamente un origen lógico.
Con la mente no se obtiene la realidad como realidad, sino la realidad como verdad. “Hay más realidad en una mosca que en la mente de un filósofo”, dice la teoría del conocimiento. Es decir, que la concordancia del objeto con el enunciado supera la formalidad lógica, y por eso, existe la lógica material además de la formal, donde se evalúa la verdad del juicio.
Gracias a la analítica kantiana, pocos filósofos consideran que haya juicios de verdad, y se conforman con que haya acuerdo lógico entre sus proposiciones (sin preocuparse por la materialidad de los juicios), lo que conlleva a olvidarse de la verdad misma.
Los juicios morales son los que valoran el bien de las acciones humanas. Estos juicios se estudian en la ética y en todas sus ciencias derivadas: política, economía, bioética. Los juicios de valor forman parte de los juicios morales o éticos, pero al igual que Kant con los juicios de verdad, Nietszche manda al traste los juicios morales dejándonos solamente en la posibilidad de hablar de juicios de valor.
A veces se dice juicios de valor a todos los tipos de juicio porque lo que hacen es valorar. Es correcto, sin embargo, decir que un juicio sólo valora lleva a consecuencias parciales y se deja de fuera la función omnicomprensiva del intelecto. El valor es un traducible del ser, pero valor es una palabra manoseada por el lenguaje común y cabría hacer una aclaración aparte.
Muchos hablan de valores, pero definir que hay valores y cuáles son, no es lo vital del asunto. El hombre necesita saber cuál valor vale más, de otra manera no podría vivir. Y para definir esa escala de priorización se necesita de criterio(s), en eso consta la inteligencia de vivir, ese el examen personal de la propia vida.
Al igual que en la crítica, no me imagino una vida sin valores, mucho menos sin una escala de valores. Renunciar al criterio para definir la valía de los valores es igual que dejar que la vida humana se banalice (porque todo da lo mismo).
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Los juicios estéticos, los que hacen los críticos de las bellas artes, son los juicios sobre la belleza de la obra, o sobre el valor del arte presente en ella. El juicio estético también ha sido desarraigado de la crítica del arte porque igualmente se apostó por valores personales más que por valores universales. No me atrevo a decir quién o cuál movimiento o cuál crítico de arte dio el primer paso hacia el abandono del juicio y del criterio artístico, pero la posmodernidad se caracteriza por este aspecto, aunque ya empecemos a ver cierto despertar.
Los criterios serán los valores universales que se buscarán en el acierto o el error de una obra para lograr su fin estético: provocar gozo en el espectador. Sin criterios universales poco o nada aportará la crítica, por lo que es importante primero que haya criterios, y segundo que estos sean de la mayor universalidad posible.
Cada corriente de crítica estética toma o tiene sus criterios de validez, y dependen de la visión particular del crítico: la crítica histórica toma el valor histórico, de tradición y pervivencia en el tiempo, de la obra para calificarla de lograda o errada. La crítica puramente estética tomará el valor de la belleza o del arte mismo en la obra. La crítica es disciplinaria cuando se combina con una ciencia como la sociología o la psicología, o ideológica cuando se combina con formas de pensar con principios ideológicos preestablecidos.
El tipo de crítica influye entonces en qué tipo de criterios escoge para hacer su juicio. La crítica romántica, por ejemplo, tomará como criterio válido la afección emocional individual y la intensidad del impacto de la obra en la intimidad de la persona, en la evaluación de la personalidad del autor.
Lo importante será entonces, que independientemente de la corriente de crítica que se quiera tomar, recuerde siempre que debe haber criterios definidos y que estos criterios serán de mayor calado cuanto más universales sean.
Aunque una obra nunca está aislada, el crítico que sabe de otras materias podrá recoger más frutos de su análisis, podrá dar más vistas sobre la obra, y aquí podría ser una oportunidad para muchos críticos literarios que sólo juzgan desde lo literario. Las propuestas más interesantes son las que combinan o se apoyan de la crítica cultural, de la historia, la sociología, la filosofía.
Pero también debemos decir que en arte lo primero, aunque no lo único, será encontrar el valor de la belleza de la obra. Aquí tendríamos que adentrarnos a la Estética como disciplina filosófica, para encontrar los criterios universales para la crítica. Pero igual como dijimos, en estética moderna y posmoderna se abandonaron los criterios de unidad, armonía, proporción, la claridad, la delectación; rechazando todo concepto objetivo que pudiera ayudarnos a valorar.
Conclusión y propuesta
Sin detallar las corrientes de crítica estética, lo que quiero dejar con la más alcanzable de las claridades, es que ya se nos ha despojado al común de los hombres de la función básica de nuestro pensamiento, con el desprecio de juzgar, o dejándola recluida para un selecto grupo de personas; y que los críticos culturales, en parte se olvidaron de los criterios universales para tomar criterios de sus especializaciones, y en parte se han dejado vencer los defectos de las ideas dominantes.
Al común de los hombres les queda flotar en el aburridísimo mar del relativismo absoluto donde todo vale lo mismo, donde cada uno decide lo que es mejor o lo que es su verdad, lo que es arte, no se diga ya lo que es bueno o mejor para la vida de alguien. Siendo un atropello sin temor a nuestra capacidad humana de pensar, al bien de la cultura y a la sociedad.
Las revistas culturales se inundan de reseñas y recomendaciones impersonales sin ningún tipo de crítica, tal vez por la razón de que el lector no le gusta encontrar análisis, ni juicios tajantes, también porque se le ha acostumbrado a no descalificar, a no discriminar, incluso haciendo de las palabras como arte, verdad, bien o juicio, suenen mal, suenen pesadas, lo que es infame, pues estamos hablando de obras y no de personas.
En estos tiempos, difícilmente podemos encontrar propuestas artísticas que nos ayuden a comprendernos humanamente: sentientes, conscientes, contempladores; sin caer en la técnica del desarrollo humano, en expresiones puramente de la sentimentalidad, o en el culto de la individualidad caprichosa y lo novedoso. La pobreza de la cultura y la ignorancia es la mayor pobreza del género humano, y el crítico que renuncia a los criterios es objeto de una ignorancia culpable o bien, es una víctima más.
Por eso, el crítico que no se ha olvidado del espectador, del hombre, ni de su vida ni de su capacidad intelectual, podría adoptar una primera función pedagógica que sirva para ayudar a combatir la ignorancia, la desigualdad cultural y el atraso de la sociedad que no ha recibido los bienes culturales universales e históricos; y la segunda, alertar o advertir la perversión.
Al lector también debemos alentarlo a confiar en su capacidad para discernir lo bueno de lo malo, y a que se desconfíe y se prevenga de los muchos actores sociales y culturales que combaten por su atención, vida y dinero; que recuerde que el verdadero entretenimiento no grita, no seduce, ni busca la explosión, la mayoría de las obras han esperado mucho tiempo y no reducen su valor.
El público, el lector o espectador debe hacer juicios propios, esbozar una validación propia (no comprada ni inmediata) fundada en lo que la obra le parece, aunque se enfrente a las ideas de moda o dominantes, incluso discutir con ellas, aunque vaya en contra de lo nuevo a favor de lo viejo. Recuerde que en humanidades lo más nuevo no siempre es lo mejor.
En todo caso, también vivimos en una época de opinión pero no de verdad, de información pero no de sabiduría, y la fórmula mágica del diálogo, que también se nos quiere imponer al por mayor, avala, después de discutir, el dejar-hacer o dejar-vivir en el error o en la estupidez, pues ya se ha hablado.
A usted, querido lector, le toca prevenirse de cazadores y oportunistas del arte fácil y vida cómoda, el pensamiento nulificado que resulta el intolerante a la reflexión (generalmente adoptada por los que abogan por la tolerancia), el pensamiento único y las modillas de los “artistas” posmodernos.
Todos hemos sido presas de la vida cansada y aburrida, de las falsas esperanzas, no se diga de las exposiciones de arte sin sentido, las malas películas y los malos libros, de la educación sistemática que repite el resumen manualístico sin mayor análisis histórico ni particular.
A usted y a mí, querido lector, nos toca protegernos entre nosotros. Yo fui presa de libros sobre la estupidez del triunfo y el éxito personal y económico. Me tocó también los melodramas rosas, las sagas infinitas que no dejan nada, y los best sellers inflados, la moda de la poesía experimental que no dice nada. Ni modo, somos lectores sin suerte, por algo se empieza y no siempre se puede ser un Borges.
No dejamos de aprender, y tal vez lo que ayer nos gustó mañana nos disgusta, pero decir que no aprendemos nada del asunto es contagiarnos de anosmia intelectual. Hay criterios objetivos para el arte, la ética y la verdad, pero no están de moda.
Decir que un libro, una película o una pintura no te gusta tiene que superar el simple gusto primario, porque recordemos que estamos hablando de que el criterio se educa, como el gusto. Pero eso no significa relegar esa tarea de juzgar a alguien encumbrado en su cátedra de universidad extranjera ni esperar a que los medios nos digan qué opinar.
Esa tarea de decir las razones de tu gusto también será una tarea de supervivencia vital, porque el gusto generalmente se gusta a sí mismo y termina por encerrarse en autocomplacencia, y si no podemos juzgar con razones no podremos saber si me ayuda o no a sentir, a vivir, si enseña, si disfruto; la delectación de la obra depende de qué tan preparado estoy recibirla y qué soy capaz de encontrar.
Siempre debemos perseguir nuestro gusto, pero la mayoría de las veces, más si no tenemos buena preparación, no disfrutaremos de ninguna obra porque no estamos preparados para recibirla, y nos estaremos perdiendo de un placer inusual: un placer que reside en ninguna parte del cuerpo, un dolor hermanado, la alegría sorpresiva del descubrimiento, el coraje furioso que vive en todo corazón.
Las etapas primerizas de la ignorancia pueden ser superadas, no sin esfuerzo, pero pueden dejarse atrás, y usted y yo querido lector, podemos decir con cierta grandeza pero también con humildad: nos forjamos nuestro criterio.