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El pasado 11 de noviembre de 2016 en el teatro Isauro Martínez de la ciudad de Torreón, se presentó la obra La guerra en la niebla de Alejandro Ricaño. Estas son algunas reflexiones al respecto.
La obra aborda un tema difícil, se trata de una desaparición forzada. El asunto, como sabemos, socialmente es doloroso. De ahí que se corra el riesgo de simplificar o de caer en posturas maniqueas, como la de que nosotros somos los buenos y aquellos los malos. Cuando asisto a una obra que se atreve a adentrarse en estas cuestiones normalmente salgo asqueado, por la manera burda y a veces cobarde en que nuestros dramaturgos y teatreros actuales por lo común las desarrollan. Para los que me conocen, por otro lado, saben que soy un tanto escéptico con los nuevos talentos. Llámense poetas, cuentistas, novelistas, dramaturgos, casi siempre llegan a nuestra ciudad con una gran fama y por lo común confirmo, decepcionado, que casi siempre es la mera pose, el mero asunto de que resulta que ellos son los que tienen la beca o que fueron los seleccionados en la muestra por vaya a saber qué filtros: ya sea por amiguismos o porque de plano el que viene es lo menos peorcito que encontraron.
En ese sentido, como saben, no he tenido problema en ser irónico o ácido, lo cual me ha causado que más de una persona me retire el saludo y que otras me saluden con desconfianza. En fin, lo que quiero decir es que en esta obra, en este autor Alejandro Ricaño, sí observo que su valor artístico va acorde con su reciente fama.
No me quiero exceder en elogios o en cebollazos, pero considero que, al menos en este trabajo, La guerra en la niebla, Ricaño se lleva las palmas. No sólo por ser el dramaturgo, sino también por haber dirigido. Ambas ejecuciones me parecieron excelentes. Hagamos por lo tanto un pequeño análisis.
Hablemos primero del tema. Muchas veces los dramaturgos quieren sorprender al público con lugares comunes. Es decir, quieren enseñarnos, decirnos cómo es la violencia en México, decirnos cómo es una desaparición, un secuestro, como si no los supiéramos; muchos dramaturgos (ahora veo que no todos) quieren asombrarnos, generarnos la catarsis por pequeños malditismos. ¿Cuántas veces no se recurre a esta malísima formula, ahora tan de moda? Ah, ustedes burguesía, ah, ustedes público dormido no saben. Los dramaturgos no se dan cuenta que a través de este mecanismo nos hacen ver que carecen de lo que no puede prescindir un escritor, esto es de la intuición. Se olvidan de que lo que convierte al diálogo en obra de arte precisamente son la pequeñas verdades reveladas en el momento justo. En Ricaño encontré varias de estas intuiciones (que llamaría poéticas aunque el lenguaje utilizado no lo sea), que me sorprendieron; hacía mucho que no veía esto en el teatro, y me hicieron constatar que es un autor de altos vuelos. La primera de ellas es cuando el teniente Mondragón (Álvaro Guerrero) desenmascara a la madre (Lisa Owen) y le hace ver que conoce la razón por la cual ella duerme todas las noches en el sillón de la sala, “teme no escucharlo cuando regrese”. En este simple diálogo se encuentra una diafanidad que nos permite entrar a lo profundo de la psicología de los personajes. Por medio de este tipo de pequeños descubrimientos es como el autor nos hace ver la verdad de la situación en la que se vive. La obra no pierde tiempo en aspavientos, en regodeos o sorpresismos, sino que incluso con una estética que recuerda a la del realismo del siglo XX, teatro clásico, normal, nos hace adentrarnos en el conflicto. Se agradece una obra con conflicto y resolución.
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No quiero en este comentario hablar de más, de tal modo que los que no hayan visto la obra pierdan sus enigmas de una manera tan burda, como lo es este escrito; sin embargo, me veo en la necesidad de indicar los aciertos del autor.
Otra de las virtudes de La guerra en la niebla es la manera compleja en la que se desarrolla el tema. Uno de los problemas de la situación actual de violencia es, como ya he mencionado, el maniqueísmo. Nosotros somos los pobrecitos buenos y ellos son los todopoderosos malos. La obra de Ricaño da un giro el cual nos hace reflexionar y hace que los personajes dejen de ser marionetas que tratan de demostrar una tesis, para convertirse en seres vivientes que nos confrontan con la realidad. En cualquier momento la víctima puede ser un victimario, descubrimos. El hombre más mediocre y civilizado es capaz de todo. He ahí el origen de la violencia sistemática. El narcotráfico, la delincuencia, el secuestro y la corrupción no son hechos asilados, son el reflejo de la sociedad. Los personajes de Ricaño son capaces de hacer lo que más temen, son capaces de asesinar, quizá de desaparecer forzadamente al intruso en su familia, con tal de encontrar a su hijo. No diré más para no estropear la intriga de la obra; no obstante, ese giro de tuerca es de lo más convincente que he visto en el teatro (de Torreón, Ciudad de México y Xalapa) de los últimos 5 años.
Creo que el mensaje ha quedado claro y no hay nada más que decir. El caos mexicano se representa de modo ejemplar. La dirección muy bien pensada. Las espaldas del tío (Adrián Vázquez), al inicio, para fundar la angustia de la familia, demuestran el oficio escénico. El triángulo ahora sí que da intimidad y funciona, ya que proyecta uno de los monólogos de la madre (Lisa Owen). Y las actuaciones excelentes, con las tablas de Lisa Owen, Álvaro Guerrero, Arturo Ríos, así como el talento de Sara Pinet y Adrián Vázquez (que por cierto ya había venido hacía pocas semanas a presentar otra obra de Ricaño, Más pequeños que el Guggenheim).
En fin, si vive en la Ciudad de México el costo del boleto bien que lo vale, si vive en Tierra Adentro y ve en la cartelera de algún festival esta obra, asista, bien recompensado será el tiempo que invierta en la fila de entrada.