Fui tirando la vida, como las hojas en otoño, cuando caen por nostalgia. Con pocos años por delante, volví. Al encuentro me recibe la avenida de los grandes y viejos álamos. Sonríen al reconocerme, meneando sus colores y pienso: cuánta vida ha pasado por aquí, corriendo por esta líquida acequia, haciendo valer su propia ley desde las raíces. Hoy, regreso con el cuerpo rudo y un poco más seco, ya no reverdezco, ni doy sombra. El viento sabe cómo quebrar las ramas. Aunque aún me brotan imágenes centinelas, que irremediablemente me remiten a esa entrañable avenida de los álamos tristes. Justo a la entrada de mi ciudad, un poblado donde se respira, se duerme y a veces, se muere bien.
Al costado izquierdo del camino sombreado, hay un tanquecillo donde se refrescan los pies los visitantes, bancas y mesas resquebrajadas y algunos columpios y resbaladeros despintados. Muchas familias pernoctan ahí en vacaciones a sabiendas de que no hay cupo en las posadas del pueblo. Lo invaden regularmente, seres ansiosos por llevarse un trozo de felicidad, un racimo que lo contenga todo. Arriban a esta ciudad y la devoran, la orinan, la vomitan y la ensucian sin pudor. A pesar del sabotaje, sus hojas bicolores cubrirán al día siguiente, la noble estampa. Iniciando la sanación con el roció serenado de la noche, igual que lo haría un buen sotol reposado, al curar las penas de los que no llevan luz.
Rodeada de florestas que bordean el entorno, pasea suavemente la brisa fresca con ebrio paso. Roza los bordes del desierto, se baña en los riachuelos secretamente escondidos, y seca su cuerpo con las ramas suaves de cientos de nogales: La extinción de la tristeza. Los foráneos se preguntan: ¿porque este clima es tan noble? Escasos kilómetros atrás; el infierno.
Sí, el viento tiene sus propios cuentos. Mi abuela era el cuento en persona. Cortaba las nubes con un cuchillo afilado, retando al dios que trae la lluvia para que la tierra no se remoje tanto y el albérchigo se aferre al tronco. Decía que el aceite de la nuez se unta en la cara y que si tomas vino tinto a diario, las canas y las arrugas se espantan, que la granada es una fuente de alegría para la tempestades del corazón, los higos quitan el mal humor de las ciudades, el hueso del aguacate se come para remediar la falta de contento… la vida corre en esta tierra dulce, tan dulce que te espanta.
Primero, entraron mis ojos negros con su atisbo inquieto, luego, mis piernas se emblandecieron. Sabía que el destino me llevaría irremediablemente a encontrar lo que tiempo atrás, la muerte sembró. La entrada se ilumina con las flores de la buganvilias de colores, me recibe con su larga cabellera dorada de herbaje resplandeciente. Siempre complaciente, tiende un mantel bordado por sus orillas de agua. Las ramas de parras abrazadas solidariamente, con matices de cantos, las cuatro estaciones formando el cuerpo que me abraza. Sopla un viento de alguna parte, no importa de dónde procede, aquí es su nido. Levanta sus alas y cambia de flor. Mi olfato agradece el olor a vid fermentada en buena madera. Brota la suerte como el agua, por todos lados. Las cosas, los objetos recobran su nombre y su memoria. Pero el golpe del recuerdo no podía faltar.
Bordeo la realidad.
No culpo a los álamos tristes.
A la entrada están los recuerdos.
El lugar de mis penas necias.
Donde el polvo se pega a los huesos.
Un montón de nada que se volvió ella.
Ella tan agua fresca de roció.
Ella tan libre hasta la muerte.
Ella entre cruces que estorban a la vida.
Ella entre tanto muerto de verdad.
Eso es ella: La muerte que no entiende.
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Sé que me ve, tiene ojos de adivina.
Sabe que estoy aquí, parada a su lado como en los viejos tiempos.
La veo hecha polvo, y esa es mi rabia.
Está pidiendo a gritos, no la deje olvidada entre tanta ausencia.
Que cien flores no son suficientes para tan eterna noche.
Rosario de lágrimas, cadena de cruces, rosas de sangre.
Rosa María. Aquí yaces.
Toda la magia y belleza de esta enigmática estampa.
Es poca para engrandecer el suelo que te tiene.
La cruz que te sepulta.
Que con tu muerte, fertilizas la noche estrellada y sangras mis sueños.
Que de tus huesos, abonas el suelo de la luna, dejando un polvo de insomnio eterno.
No quería volver, ya son casi 30 años de sentir la pena, igual que se siente un último suspiro antes de morir. Vi el baile de las hojas y el embrujo de la risa de una acequia llamarme a entrar y quedarme para siempre. Ya había pasado el letrero que da la bienvenida a este “pueblo mágico del desierto”. No continué, me quedé viendo la puerta del paraíso, enmarcado con sus añejos álamos tristes de sueños floridos. Sé que este lugar lo contiene todo. Di media vuelta, salí huyendo con todos mis fantasmas persiguiéndome. No soporté tanta maldad y belleza al mismo tiempo.