Me acabo de inventar un nuevo concepto -que en realidad no es tan nuevo- “laguneridad”, el cual defino como la cualidad de ser lagunero. Una cualidad ontológica y cultural que diferencia al nacido y criado en la Comarca Lagunera del resto de los habitantes del universo.
Al momento sólo puedo enumerar algunos rasgos. Primero, la ubicación geográfica. La “laguneridad” es propia de los que hemos nacido en Torreón, Gómez Palacio, Lerdo –o bien, tenemos cinco años como mínimo de residencia en estas ciudades- que tradicionalmente componen la llamada Comarca Lagunera.
Segundo, la increíble resistencia al sol. Tercero, el completo desconocimiento del clima templado. Cuarto, hablar como si estuviéramos enojados. Quinto, una capacidad extraordinaria para la chinga, ya que, lo que en otras ciudades se da con cierta facilidad, aquí se invierte el doble de esfuerzo, como en la agricultura.
Sexto, la alienación estatal. Es decir que el lagunero es sujeto y objeto de una rivalidad bilateral con las capitales de sus respectivos estados, Durango y Coahuila. Lo que ocasiona que el sentido de pertenencia y el orgullo de decir “soy de Durango” o “soy de Coahuila”, no se venga manejando tanto en La Laguna.
Todavía no estoy al nivel de El perfil del hombre y la cultura en México de Samuel Ramos, ni al de su copia descafeinada, El laberinto de la soledad de Octavio Paz, pero ahí la llevo.
Tampoco están al nivel los que quieren definir al lagunero a partir de los coloquialismos. Decimos “asquel” en lugar de “hormiga pequeña”; sí, sí, decimos “moyote” en lugar de “mosquito”; ¡uy, qué padre decir “cascupia” en lugar de cerveza! (Un taxista de Morelia tenía la incipiente convicción de que así llamamos a la cheve. Lo saqué del error, pero no me desagrada tanto la idea. De hecho, le daré un trago a mi cascupia, ¡salud!).
Por cierto, me acabo de acordar de otro rasgo que incluiré en la lista anterior, como número séptimo: “ser muy gente, y a todo dar”. Les explico por qué. Allá en Cuencamé –AKA Cuencancún, la tierra que el Señor de Mapimí eligió para quedarse-, está el municipio de mis amores, San Pedro de Ocuila, donde hunde sus raíces mi árbol genealógico. Resulta que en las fiestas familiares se contrataba al grupo norteño Los Católicos –que ahora se llama El Retén-, que nos cantaban El Pájaro Prieto, y en sus versos finales hacían un arreglo que les quedaba así: “que la gente de la Laguna, es muy gente, y a todo dar”. ¡Cuánta emoción generaba esa arenga, cantada dos veces según la melodía! Sobra decir que mandábamos traer más cheve. Y más sotol.
Luego entonces, seguimos continuando. No me gusta tanto la idea de definirnos como el nuevo Irak. Esa tendencia del resto del país de vernos como sobrevivientes de guerra, o como sicarios. Aunque, a veces sirve para espantar a chilangos desprevenidos. “¡Cállese, hijo de su pinche madre, o aurita mismo le pongo una tableada, cabrón!”; «¡dos y dos son cuatro, cuatro y dos son seis; seis y dos son ocho y ocho dieciséis!”. ¿Lo entienden? ¿Brinca la tablita yo ya la brinqué; bríncala de nuevo yo ya me cansé?
Sin embargo, tiene que tomarse en cuenta porque, por mucho que se niegue, por mucho que se omita la existencia de la violencia organizada en la Comarca Lagunera, quedan secuelas, traumas, miedo. Al menos ya podemos escuchar cómo truenan las palomitas en el micro sin que nos tiremos pecho tierra.
Además, la supuesta literatura postnorteña ya agotó el tema. Quizá, es conveniente una reelaboración de las cuestiones estéticas de la violencia. Claro, en el supuesto que un escritor postnorteño supiera algo de estética filosófica y no de estética de corte de cabello, pedicura y manicura.
Insisto en que apenas estoy elaborando el concepto. Cuando lo termine, prometo publicar el resultado de mis investigaciones. Es más, quiero meterlas a un concurso de ensayo. Todavía más chingón, será mi tesis de maestría, si es que es viable.
Y aquí, estimados lectores, está el centro de la reflexión que me estoy aventando. La viabilidad del concepto, no sólo para estudiarlo científicamente, sino para elevarlo a la categoría literaria.
Analicemos la cuestión. Por muchos siglos hemos creído que la literatura debe ser universal. Es decir, las letras deben tener la cualidad de ser aprehendidas por cualquier ser humano, desde el que nació en el siglo XVI hasta el que acaba de nacer. Todo ser humano sin importar su lenguaje, sus circunstancias, su idiosincrasia, facultades cognoscitivas y afectivas, por definición es capaz de apreciar la obra, tanto como para recomendarla a los marcianos que pudieran llegar a conquistar la Tierra.
En ese sentido, la literatura universal jamás perdería lo que de suyo es artístico, sin importar las traducciones que de ella se hagan. Yéndonos un poco más hacia el absurdo, diríamos que esa clase de literatura sería más omnipresente que el mismo Dios.
Este razonamiento convierte la obra, más que en una abstracción, en una idea platónica. Está allá, en otro mundo, y lo que vemos (más bien, leemos) es solo una pálida sombra.
Peor aún, si extendemos el absurdo a los idiomas, el francés, el inglés, el alemán, serían los mejores idiomas para escribir, dejando a su hermano lento -el español- en un escalón más bajo, a menos que escribas como Cervantes o como Rulfo.
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Así, una obra universal, parece un poquito difícil de lograr. Y uno, escribiendo sobre lo que vive, aquí solito, sufriendo las chingadas tolvaneras, el puto calor y el puto frío, las pinches balaceras, gozando de un lonche de calientita abodaba…
Esto último, bajo la perspectiva anteriormente enunciada, me convertiría en un escritor exótico -título que suena a luchador homosexual-. El investigador de Harvard que viaje a Gómez Palacio para entrevistarme, previamente se habría visto obligado a estudiar todo mi entorno cultural, al tiempo que consultaría el diccionario para entender lo que he escrito.
Un par de amigos, integrantes de la revista de literatura registrosdevoz.com, me la han hecho de pedo muchas veces porque escribo, digamos, puro chiste local. A estas dos personitas a las que quiero mucho les concedo razón. Otros me han espetado que sólo a mí me gusta Gómez Palacio, y por qué si está de la chingada la pinche ciudad. A esta clase de personas las ignoro, mentalmente les digo “huele mi shampoo”. También tienen cierto grado de razón. ¿Por qué diantres insisto en mencionar mi ciudad, si no se parece ni tantito a Paris a pesar de tener una torre Eiffel? (la torre Eiffel original está en París, ¿verdad?)
Mi ciudad, que es chinampa en un valle escondido, sólo ha sido mencionada en mis columnas. A veces, se me sube a la cabeza, me siento rapero y grito ¡puro Gomitoz lokos! Y si quieren, también puedo gritar ¡arriba, Torrión, putos! De Lerdo no puedo gritar nada porque despierto a sus habitantes. A mis lectores de la hermana república de Naurú, debo explicarles que los habitantes de Lerdo Dgo., tienen fama de ser perezosos.
Y esto que menciono así en bruto, no puede ser literario. Es demasiado común. Rancherote, pues. Rancherísimo. Ni yo mismo me leería. Luego entonces, no tiene justificación ser demasiado localista.
¡En la madre! ¿Cómo resolver el gravísimo problema de acceder a la universalidad sin ser platónico, y conciliar lo que está en el horizonte creativo -con todo y sus cerros pelones- pero sin ser un escritor provinciano?
¡Ya lo sé, culos! Aquí la respuesta, aunque sea provisional y sujeta de repudio. Hay que recurrir a la literatura clásica, como concepto, inspiración y método.
Lo que nos entregaron los santos padres griegos y latinos fue una profunda exploración del ser humano. Por medio de su poética dignificaron el dolor, entendieron su lugar en el mundo, comprendieron su relación con las deidades, su relación con el otro.
Ahí está el detalle. La exploración del ser humano, profunda, intensa, sin poses, discriminando lo periférico. Es decir, si creamos un personaje nacido y criado aquí, desde la laguneridad, será clásico en la medida en que exprese el ser.
Todo folklor local debe estar en orden a lo humano. No hay otro camino. Mis investigaciones sociológicas me han llevado a averiguar las historias detrás de lo que se presenta como alta sociedad, por ejemplo. En ellas se exhibe rotundamente lo que en realidad es tal o cual persona. Lo mismo sucede con mis investigaciones sobre mí mismo.
¿Por qué? Pues porque en lo que viajo a Grecia –antes de que la vendan- mi sociedad y mi persona están ahí, de manera directa. Es la materia de trabajo artístico más real con la que cuento. En consecuencia, debe ser tratada directamente y expresada mediante el género que más se le acomode.
Así lo exigió Rilke, en las Cartas a un joven poeta que ahora cito de memoria “Si su cotidianeidad le parece pobre, no la culpe. Cúlpese a sí mismo de no ser lo suficiente poeta para encontrar sus riquezas”.
Y aquí encontramos otra clave. Rilke lo sugirió. Nos está diciendo que alguien se culpe, se escupa a sí mismo, se tire a la basura, por no ser suficiente poeta. Ahí está la realidad, ahí está el ser humano, ¿y el poeta, papá?
Creo que podemos coincidir en que llamarse poeta es identificarse con la creatividad, con el genio, con la sensibilidad artística. Rilke está sugiriendo que hay gente que no es poeta, pseudo creativos, presuntuosos, carentes de talento, de genio, que no podrían hacer nada y que, sin embargo, publican. Enarbolan una bandera de localidad como identidad única. Caer en esta pose, sí es rancherismo, sí es exceso de folklor.
Pero ahondar en este tema en particular, me llevaría hojas y hojas, siempre refiriéndome a cuestiones locales. Por el momento, no me interesa del todo.
Convengamos finalmente, en que he encontrado un par de claves -no tan novedosas porque esto de la universalidad versus localismo es tan viejo como el ser humano-, que serían como los prolegómenos al tratado de la “laguneridad” o “lagunología”: estudio profundo del ser humano, con cierto toque de color local, más el genio del escritor para que con su arte pueda elevar esta realidad al panteón de las obras clásicas.