Ignacio Garibaldy

COLUMNA

Por Ignacio Garibaldy

Columna

Un acercamiento al engaño

¿Se puede engañar en la literatura? Yo creo que sí. Yo creo que muchos de los que nos interesamos en las letras, hemos sido víctimas de pseudo maestros de la misma manera en que la gente cae en las garras de OmniLife.

Uno, simple mortal, quiere aprender algo de literatura. Naturalmente busca un maestro que funcione como guía en éste árido paraje lagunero. Ahí anda uno, desposeído de su vocación, con la tímida convicción de que hay con queso las gordas para dedicarse a escribir, no como pasatiempo sino como profesión.

Para no variar, a los maestros se les encuentra encabezando un taller en una institución cultural –o en un café, o en el patio de su casa que es particular-. Se asiste, se toman notas, se leen sus recomendaciones, se le comienza a admirar porque nos revela aspectos vitales ignorados por mucho tiempo.

Luego comenzamos a replicar sus conceptos críticos, dentro de su taller y en nuestros estados de Facebook. La devoción aumenta cuando nos vemos agraciados con un comentario positivo sobre la obra que le presentamos:

-¡Qué maravilla! Ya te lo quiero publicar…

O nos entristecemos porque todavía no logramos el ideal marcado desde la perspectiva magisterial:

-Sí… Mira… Es buen cuento, pero le faltaron putas.

Un guía debería ser quien organice las lecturas, propicie el conocimiento de otras, motive a escribir, indique las correcciones pertinentes, y aliente a seguir escribiendo.

Éste es el terreno más seguro que hay, el paraíso para al maestro del taller, un pedacito de cielo, una probada de maná, las tres chozas bíblicas, el nirvana.

Y me temo que también para el alumno que acepta, desde su candidez, un convenio de relaciones burocráticas. Estrictamente hablando, lo que hace el binomio maestro-alumno, es equiparable a la celebración de un contrato de servicios de telefonía:

-Usted pagará $600 por este plan, y obtendrá los siguientes beneficios: revisión, corrección, publicación de sus textos, y un sentido de pertenencia a un grupo literario.

Pero, lo que jamás obtendrá ese alumno, es el descubrimiento de su verdadera vocación por miedo a ser perdido por el maestro. Con tal de mantener un grupo al cual sentirse perteneciente, el escritor guía no se atreverá nunca a decirle a su alumno que no sirve para escribir:

-Sí… Mira… No te sale lo de las putas, pero no te agüites. Te falta leer a los Beat. Eso te ayudará.

Y en secreto están pensando “por favor, Dios mío, que no se vaya a otro taller”.

No decirle a un alumno que lo suyo no es escribir es distanasia. Es decir, prolongar demasiado la vida escritural de una persona que, en honor a la verdad, no debería escribir, ya no digamos publicar.

Por el contrario, si aplicáramos el suicidio literario, salvaríamos miles de árboles destinados a ser libros; disminuiríamos la depresión en las personas que asisten a las presentaciones de libros para no entender nada; terminaríamos por barrer los restos del medioevo al quitarles sus títulos cuasi nobiliarios de “maestros”, a una serie de sabios sin estudio que se refugiaron en la escritura; evitaríamos la proliferación de revistas caquísimas, con las que no podrías limpiarte el culo porque te lo llenarían más de caca.

¿Saben cómo empieza uno a darse cuenta de que es víctima de un engaño? Cuando se baja del cerro y se llega a la civilización. Cuando se somete uno al juicio de otras autoridades en la materia, completamente ajenas a nuestra dinámica local de cultura.

Esto es sumamente importante: el juicio de la autoridad en la materia es relevante, no en cuanto a su sabiduría, sino en cuanto a su distanciamiento de la manera en que nos relacionamos los escritores. Su juicio no se ve influenciado por un compromiso fraternal adquirido al haberse metido por la nariz un mes de la beca del FONCA; ni por haberlo publicado en su editorial; ni porque le presentó a su actual nalga; ni por haberle dado una generosa comisión de un premio literario. Cosas que pasan en cualquier lugar de la Mancha, menos en La Laguna.

Entonces nos enteramos que los defectos de nuestra escritura son mayores de lo que pensábamos; que los consejos que nos dieron fueron condescendientes. Y ahí va uno, con la cola entre las patas como el perro arrepentido, a darle la queja al tutor.

-Maestro, he recibido un agravio. Me corrigieron las correcciones que usted me hizo.
– Sí… Mira… No le hagas caso. Ése es una vaca sagrada, está frustrado con la vida y es puto. Tú síguele por donde vas. Leéte a Henry Miller. Quiero un reporte de lectura.

Para salvar su prestigio el escritor, examinado a través de sus alumnos, destruye al agresor arguyendo que el otro es poco menos que un pendejo.

-Usted no se me desavalorine. Yo le promuevo en mis reseñas. Abra un blog y escriba sobre mí.

Y así se consuma una primera fase del engaño en la literatura. La otra facción sería el autoengaño. Supongamos que el maestro te dice:

-La neta, mi buen, mejor dedícate a otra cosa. No te me emperres, pero caile. Ya no me traigas el trabajo sobre Miller.
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Supongamos que sus opiniones, ahora contrarias a tu convicción, te empiezan a valer un kilo de verga. Abandonas su taller, te lanzas en la búsqueda de otro que te acepte tal cual eres y que -sobre todo-, tenga el sexto sentido activado para detectar que eres el Borges moderno.

Ok… Supongamos que eres el hijo que hubieran querido tener Cortázar y Borges, la mezcla perfecta entre las células neuronales de Maupassant y las de Allan Poe.

Supongamos también que todos los maestros que has contactado, son tontos, ciegos, sordos, mudos, torpes, plastos, testarudos.

Déjame te informo que no te queda más, que perder teen un abismo de tristeza y láaaagrimas… y alcohol, sexo, drogas, y la apertura de un blog para llenarlo con tus magníficos escritos, y así crear un ismo muy original –provisionalmente sin manifiesto- llamado ¡“el bloguismo”!

Y saldrán de las alcantarillas fans dispuestos a alabarte… sin fijarse atentamente en lo que escribes.

Hay gente que gravita en las atmósferas editoriales -al alcance de una cheve-, con una curiosidad detectivesca por encontrar de qué hablar en su revista.

No importa que sean poemas de dos versos porque tú sufriste mucho en la vida. No importa que no hayas tenido formación porque eso ahora significa nada ya que –tácitamente- eres el rebelde de la educación inmóvil de las escuelas de literatura.

Pero esto de ser el decadente de las letras, esto de tener a Tablada como modelo aspiracional, por fortuna ya no es moda. Está agarrando mucha fuerza ser el artista sin formación pero con talento, el Mozart de la Vencedora, el Villón de Gomitoz, el Picasso rotulista… No sé cuán lejanos estamos a la añeja época de la farándula mexicana en que se descubría, entre los estibadores del Mercado de Abastos, al siguiente Pedro Infante.

Vaya chingadera… Entre menos muestra de técnica y rigor, mayor es la sensación de artista que se tiene sobre una persona dedicada a las letras. Jugarle al emergente creativo es una tentación tan dulce como la de Jesús en el desierto, cuando el diablo le ofreció de comer.

Y el otro camino es un calvario. No hay reconocimiento mediato. Ni premios. Ni becas. Ni calzones a tus pies de hembras licenciosas que griten:

-¡Quiero un hijo de ése poeta!

Pero, ¿en verdad es un calvario? ¿A poco es tan culero no ser popular? ¡Por supuesto que no! Primero vamos a mandar a chingar a su madre la popularidad por engañosa y puñetera.

Tratemos de salvar a todos los anónimos implicados en este escrito, nada más porque soy a toda madre. Y si es que quieren, los cabrones. Perdón… Me alteré… Les decía que intentaremos salvarnos todos de dos en dos en una barca.

Encuentro posibilidades de salvación religiosa en considerar el hecho cultural como contingente, es decir, no absoluto.

Sugiero que, sin importar el grado de avance en el que se encuentre cualquier escritor, considere su obra en vías de desarrollo.

Ya está diciendo algo poético pero todavía no ha sacado todo de sí. Para encontrar un mejor artista hace falta introspección, trabajo constante, paciencia, y un lustro de silencio antes de sacar otra obra de valía. Esto provocará que sus lectores lo extrañen, y que reciban con agrado la obra como una muestra de evolución poética.

Si el autor invirtiera el mismo esfuerzo en su obra que en su persona, hasta podríamos tolerar las acciones mamilas que hace para llamar la atención. Hasta podríamos acercarnos a pedir su parecer sobre los temas de actualidad. Más importante, algún día podremos decirle “maestro”, en buena lid, y no porque hemos olvidado su nombre.

¿O va a pasar toda su vida escritural confiando ciegamente en la genialidad con la que saca hojas y hojas a manera de leche calostral?

En resumen: contra el engaño, la chinga… Me quedó como mantra. ¡Va pa’l tuiter!

Antes de subirlo a las redes y recibir cero likes, les aclaro que este mantra no excluye a nadie. Más bien integra a todo aquél hombre, mujer o quimera que se acerca a los talleres de literatura.

Si el alumno es informado de que las letras se trabajan con la misma vehemencia con la que se vuelve uno doctor, comprenderá que para ser escritor se invierten años de formación, profesional o adquirida a martillazos en cualquier curso que se ofrezca en este paraje desértico y aciago; leyendo, escribiendo, revisando, evaluando, y pisteando, porque Dios así lo quiere -está en la biblia.

Y el alumno cantará -en manifestación de desapego de su obtuso o brillante maestro-: se nos apagó la lumbre, me di cuenta que es costumbre, lo que existe entre los dos…

Y así caminará su propio camino, y en algún momento dirá: “Ahí la llevo”, o de plano “Ya mejor me dejo de tantas chingaderas y me pongo a trabajar en un seven”. Y nadie, absolutamente nadie saldrá herido en su orgullo, ni en su persona, ni en su finísima revista, ni en su popularísimo blog.

¡Qué bonita imagen! Le voy a pasar la idea a un diseñador para que, si tiene chance y yo dinero, haga una portada tipo El Atalaya, y juro que la pongo en mi historia de Whatsapp.

Ignacio Garibaldy

Ignacio Garibaldy

Licenciado en Filosofía. Dramaturgo egresado del diplomado en creación literaria de la Escuela de Escritores de la Laguna. Becario del FECAC en la categoría de jóvenes creadores (2006-2007). Autor de Tres tristes vírgenes (U.A. de C. Siglo XXI. Escritores Coahuilenses. Cuarta Serie. 2011). Ganador del Premio Nacional de Dramaturgia de obra de teatro para niños, niñas y jóvenes Perla Szchumacher 2022 por la obra La voz de la tierra roja.