Estacionamos el auto en medio de la noche, cerca de una esquina olvidada por el tiempo, en el centro cuarteado de la ciudad. Bajamos: Venustiano, Ruperto y yo. Yo iba en el asiento posterior mientras Venustiano manejaba y Ruperto de copiloto. Bajamos y sonaron los tres portazos: pla, pla y pla. Iba nervioso, por alguna razón la humedad de la ciudad daba la impresión de corroerlo todo. Mis amigos empezaron a caminar, abandonándome, dejándome a la desidia de la ciudad cuarteada y vacía; hueca como un gran muerto que aún dormita en ella. Los pasos húmedos empezaron a tomar rumbo. Íbamos al PALL’S; un table, prostíbulo de lujo. Ya tenía dieciocho años, pero era la primera vez que había tomado la decisión de entrar a uno de estos lugares. Ruperto, por el contrario, aunque era un año más joven que yo, ya conocía todos los sitios habidos y por haber en la ciudad. Por qué no decirlo, estaba muy nervioso. Venustiano ya había venido varias veces, estaba acostumbrado, así que para él era muy normal acercarse a la puerta llena de figuras exóticas; de luces y sombras; de mujeres desnudas. Los dos parecían estar enamorados de Casandra. Fue por eso que quise venir. Me dijeron que era la mujer más hermosa sobre la Tierra, y yo les creí. Quería acreditarlo, quería verla, quería demostrarme que había más mujeres además de las que conocía; una que fuera apasionada, sensual; una que deseara a un hombre solamente porque le apetecía, sin esperar algo que un hombre no pudiera dar; que quisiera dinero, y solamente eso. Una mujer hermosa que nos comprendiera sólo porque sí. Mis amigos me aseguraron que Casandra era como una especie de santo grial. Estábamos cansados de las muchachas de la carrera, insípidas; quienes buscaban un padre de familia, de las que no arriesgarían nada; daba la impresión de que ellas más bien se conformaban con un mayordomo, un esclavo, un muerto. Por eso fui, para estar con una mujer que aceptara a los hombres tal y como realmente somos: lujuriosos, materialistas, cobardes, perdedores, simples bestias sumisas.
Había una mujer que vendía las entradas: cover $50. Nada mal. Era una mujer sesentona, que nos observaba con sinceridad, como si conociera nuestros pequeños penes. Casi como una madre dijo:
–Son cincuenta pesos por cada uno.
Sacamos nuestras carteras, considerándonos todos unos hombres hechos y derechos; todos unos dueños de nuestros destinos y nuestras vergas, bien erectas, aunque eso no fuera verdad. Entramos empujando una puerta con un gran espejo. Ahí vi por última vez mi rostro todavía asustado. Ruperto nos guiaba hacía las luces púrpuras. La música nos dio la bienvenida, era electrónica, como si hubiéramos ingresado a cualquier antro, sólo que un mesero nos esperaba.
–Por aquí, caballeros –pronunció formalmente.
La barra enfrente de nosotros, preferíamos una mesa. Volteamos hacia la pista. En lo alto, casi como un ángel bajando a los infiernos en el día del juicio, una mujer desnuda, con sus alas abiertas, mostrando los senos; con la delicadeza de sus pies descalzos tocaba el negro piso del escenario. Daba la vuelta dejando ver su espalda, con su interminable línea; era la mujer que todos anhelaban en casa, como si fuera a tomar una ducha. La seguimos mirando, esperando a que volteara a vernos a nosotros, como si toda la noche hubiera estado aguardando nuestra llegada.
Había hombres de todo tipo, ancianos, pobres, ricos, jóvenes, casados, solteros, mujeriegos, tímidos; inclusive se encontraban los fieles a sus esposas que se conformaban tan sólo con ver y no tocar. Nos sentamos. Yo pensaba en tomarme una cerveza, pero Ruperto pidió una botella de whisky.
–Etiqueta dorada –ordenó.
Lo miré a los ojos, diciéndole que no traíamos dinero, solamente me sonrió e inmediatamente continuó con su atención sobre la pista.
–¿Ella es Casandra? –pregunté.
Ni Venustiano ni Ruperto contestaron.
Fue un acto espectacular, la mujer colgada en lo alto del falo, deslizándose suavemente sobre él, apretándolo con sus muslos firmes. Su nombre era Jennifer.
Empezamos a beber, nos sentíamos machos importantes, al fin habíamos tomado las riendas. Se acercó Roxana, una mujer no muy atractiva, sin cintura, con grandes senos; solamente vestía una tanga.
–Muchachos, ¿cómo les va?
Lo expresó ignorándome, tal vez, a sabiendas de mi rechazo. Le di un trago a mi whisky. Se puso a hablar con Ruperto y Venustiano. Les tocó el pene sobre el pantalón, ellos se pusieron de modo, obviamente era parte del juego. Después, le pusimos una silla (como todos unos caballeros), se sentó entre Ruperto y yo. Roxana continuaba masajeándole a mi compañero. Me miró a los ojos, era como cualquier otra mujer, de cierta manera bella, como cualquier ama de casa, incluso supe que realmente lo era por cómo sonreía. Puso su mano en mi verga, para nada estaba erecta, me tocó los testículos, delicadamente, conocedora de su oficio. Fue algo agradable, aunque no conseguí que se me parara. Me sostenía la mirada con sus grandes ojos, entendía que yo era muy exigente; tal vez por eso no pronunció una palabra, para no romper el encanto.
De pronto, hicieron la presentación de Alexa. Una mujer muy delgada, con pequeños pechos (Jennifer había sido exuberante, con grandes senos y caderas, pero un poco baja; morena, de rubia cabellera, que tapaba un poco sus facciones rústicas.) Alexa, por el contrario, era muy esbelta, muy atlética, perfecta para aquellos con tendencias homosexuales; parecía un muchacho adolescente, sus caderas no eran anchas, sus senos casi planos, pero sin pene. Se veía natural. Su cara, la de una niña, morena, con pelo lacio, no usaba peluca. Bailó una canción de José José: “Amar y querer”, de manera muy sensual, pero sin deshacerse de la tanga negra. Finalizó con “Master of puppets” de Metallica, saltando sobre el falo completamente desnuda. No faltaron clientes para ella.
Pasados unos quince minutos, nos llegó la noticia de que Casandra no estaba en los camerinos. Preguntaron en varías mesas qué si vendría, nadie de los meseros contestaba. El lugar en un suspiro empezó a hacerse lúgubre, como si todos de pronto se hubieran dado cuenta de su deprimente realidad; aquel no era más que otro putero común. Sin la presencia de Casandra, la desnudez de las otras mujeres se tornaba sombría.
Observé las mesas y en cada una había una mujer desnuda. Algunas un poco viejas; de nalgas caídas, nalgas paradas; operadas, naturales; con peluca, sin peluca; otras oxigenadas; unas soberbias; buenas gentes; altas, chaparras; gordibuenas, atléticas; muy guapas, inalcanzables; gatas, fumaban, elegantemente; sofisticadas, con clase que hacía sentirse como un completo cualquiera; otras reían; otras de pronto se paraban tomando la mano de algún cliente, dirigiéndolo al privado. Otras bailaban frente al pagador, ahí mismo, en donde estuvieran, para deleitar a todos. Los meseros, como momias faraónicas, se mantenían mudos, pétreos en los rincones, a la expectativa de las señas de los clientes. Si querías una mujer la pedías a alguno de ellos. Si estaba ocupada había que esperar el turno, o pagar más. Así de fácil, la que quisieras, si tenías con qué.
Pasaron algunas chicas más a la pista y después de un rato la verdad es que se tornaba monótono. Normalmente no se deshacían de la tanga, a menos que la dama sintiera la completa y total atención del público.
Seguíamos tomando. Ruperto y Venustiano se habían hecho de unas muchachas: Danamaris y Anubis. Tuvieron su privado. Se notaban tranquilos. Intermitentemente hablaban de Casandra, de lo extraño que resultaba que ella no se hubiera presentado. Me preguntaron que si no quería un privado con alguna otra: “No”, fue mi respuesta. La verdad no sé si me negué por miedo, de alguna manera me había hecho a la idea de encontrarme con una mujer, que según lo que me contaron, era un ángel. La imagen en mi cabeza de ella contrastaba agriamente con la figura de las demás mujeres. No estaban tan mal, simplemente en ninguna de ellas había esa especie de calidez, que de pronto yo creía necesitar. Parecía demasiado expertas en su oficio, incapaces de cometer un error, calculadoras, aquello me paralizaba. La noche parecía continuar monótona, insípida, opaca.
Pensaba en que debíamos irnos. Ruperto lo sabía y, para evitar que lo dijera, no me hacía caso. Las muchachas platicaban con mis amigos, sin fijarse en mi presencia. Miraba a todos lados observando en cada esquina lo mismo. Quise irme solo. Fui al baño.
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*
Cuando regresé en la pista acababa de entrar la mujer más bella que he visto. Alta, pelo lacio, negro en extremo, piel blanca, con hermosos senos rosados, caderas amplias, de glúteos firmes, piernas largas. Su cara como la de un bello fantasma, eterna; con grandes ojos, nariz perfecta, labios carnosos, con una barbilla delicada. Caminaba por sobre el escenario con los brazos abiertos, dejando al descubierto sus sensuales axilas, captando la atención de los hombres. Fui acercándome a mi lugar, sin poder quitarle la vista de encima. Se movía con gracia, como ninguna otra. Llegué junto a Ruperto.
–Ella es Casandra.
Cuando la vi tuve una especie de alivio. No entendía que ninguna de las otras no me atrajera realmente, veía las carnes de manera indiferente. Los demás hombres comenzaban a extrañarse de aquello; pero sobretodo las mujeres, empezaban a hacerme dudar de mis gustos, a hacerme creer que era impotente. Pero cuando vi a Casandra todo aquello desapareció. Perdí todo temor, toda duda, la deseaba. Al fin había tenido una erección. Le dije a Ruperto que quería un privado con ella. Era muy cotizada, pensé que posiblemente se iría primero con otro. El mesero la ayudaba a bajarse del escenario y le decía al oído que la esperaban. Me pareció notar que preguntó por los clientes que la pedían, como si fuera necesario saber a quienes dar preferencia. Volteó a mirarnos desde lejos, después fue recorriendo el pasillo, desnuda, solamente con la tanga y los tacones altos. Iba acercándose; un mesero me abordó sin que me diera cuenta de dónde había salido, me confirmo que estaba lista. Fui a los privados, vi sus grandes ojos, su cara, la de una niña, llena de brillantina, maquillada como una famosa actriz de teatro. Sonreía con sus bellos dientes. Extendió su mano, la tomé, sintiendo las suaves comisuras de su palma, entramos. Por la cantidad que pagué sólo teníamos veinte minutos; el dinero no alcanzaba para relación. Hizo que me sentara en una silla metálica, después, se puso sobre mí, montándome. Nuestras caras quedaron frente a frente, olí su perfume, sentí el sudor evaporándose en el calor de sus senos y el pequeño rocío de sudor sobre sus sienes. Empezó a moverse, estimulándome. Sin decir una palabra, como una muñeca. Yo quería hablarle. Tocaba sus glúteos, de cierta manera estaba un poco confundido. No podía controlar mis reacciones, había estado esperando ese momento toda la noche y ahora no lo disfrutaba, porque me di cuenta de que nunca sería suficiente, nunca podría saciar mi deseo por ella, no podía conocerla, no podría causarle placer, y eso abría un gran vacío. No hablaba. Quise besarla en los labios, se dejó hacer un poco, pero en un instante evitó tal contacto, le pregunté una estupidez:
–¿Cuánto llevas haciendo esto?
–Bastante, papito –contestó, con voz impersonal y servicial, cautivadora.
Su voz era tan perfecta. De pronto por una extraña razón pensé que ella no debería estar ahí. ¿Quién era esta mujer? ¿Qué hacía aquí? No tenía ningún sentido. Se notaba por su manera de hablar que era una mujer inteligente, capaz de encontrarse otro tipo de vida. De alguna manera me dolía que ella estuviera ahí al alcance de todos, según yo devaluándose. No podía comprender cómo era que una mujer como ella se dedicara a esto. No me bastaba con tocar su cuerpo, quería tenerla a ella, conocerla, sacarla de ahí, para mí.
–¿Cómo te llamas? –no encontré otra manera de tratar de detener el juego.
–No hables muchacho, que se te acaba el tiempo. –contestó.
–No, en serio quiero saber tu nombre, el real.
Me ignoró y continuó meneándose sobre mi cuerpo. Sacó su lengua para pasármela sobre el cuello. No sé por qué no seguí la corriente, el juego, el placer, no sé por qué fui tan estúpido.
–Ándale, dime tu nombre, quiero saberlo.
–No seas tonto, mi amor, agárrame las tetas –dijo al mismo tiempo que me ponía las manos en sus pechos. Ese acto me pareció muy brusco, contrastaba grotescamente con la imagen de la mujer que bailaba con delicadeza en la pista.
–¿Dónde está tu verga? –continuó.
Me detuve, la tomé de los brazos, fuertemente, de manera violenta, me dolía que no me escuchara, de cierta manera me había enamorado de ella que ya empezaba a sentir celos, aunque aquello fuera absurdo. La miré a los ojos y le dije:
–¿Por qué haces esto?
Cuando terminé de decir estas palabras ella se levantó, completamente fría, se puso un sostén, se acomodó un poco el cabello con sus manos. Me sorprendió su reacción. Lo había echado a perder. La tomé de uno de sus brazos, arrepentido, deteniéndola, aún me quedaban unos minutos. Vi su cara con sus ojos grandes fijos sobre los míos. Me dijo:
–Qué hueva me dan los muchachitos como tú.
Salimos los dos, me dieron ganas de abrazarla para despedirme, darle mi teléfono, que ella me diera el suyo, pero se fue sin voltear a verme. Mi impulso fue detenerla, pero los meseros tal vez me detuvieron primero a mí con sus miradas.
Gómez Palacio, Durango, diciembre de 2008