Este es un título que ya lo quisieran otros para nombrar su obra posmoderna de reivindicación histórica sobre la mujer total. Pero a mí me interesa otra cosa. Yo quiero traer a cuento la tragedia Antígona para enfrentarla a esa nueva cultura posmoderna.
Antígona es una de las nueve tragedias que se atribuyen a Sófocles. Fue montada en el año 422 a. C. Forma parte de su trilogía edípica que incluye Edipo rey y Edipo en Colono. Antígona, el personaje, es hija de Edipo y heredera de su desgracia:
ANTÍGONA: Hermana de mi misma sangre, Ismena querida, ¿sabes tú alguna desgracia, heredada de Edipo, a la que Zeus no vaya cumpliendo en nuestra vida?
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Así inicia la tragedia. Como antecedente tenemos que, a la muerte de Edipo, sus otros hijos, Polinices y Etéocles, pelean por el trono de Tebas. El primero ataca Tebas con ayuda de los argivos, y el segundo defiende la ciudad dado que sobre él había recaído la responsabilidad del reino a la muerte de su padre. Ambos hermanos perecen en combate. El trono de Tebas recae posteriormente en Creonte, cuñado de Edipo.
Creonte, en pleno ejercicio de sus facultades regias, ordena que Etéocles sea tratado con los más altos honores fúnebres y que al invasor Polinices no se le entierre para que quede expuesto a los animales de rapiña, en castigo a sus acciones. Quien contradiga esta orden será castigado con la muerte.
Pronto le informan a Creonte que su decreto ha sido violado. Éste ordena que se encuentre al infractor. Uno de sus guardianes al poco tiempo pone en su presencia a Antígona, quien no solamente sepultó a Polinices, sino que también realizó los rituales correspondientes. La confrontación entre Creonte y Antígona es espectacular:
CREONTE: (A Antígona.) Y tú, respóndeme sin rodeos, con brevedad, ¿sabías que por un pregón estaba prohibido hacer esto?
ANTÍGONA: Lo sabía; ¿cómo no iba a saberlo? La orden era bien clara.
CREONTE: ¿Y te atreviste, con todo, a transgredir esa ley?
ANTÍGONA: Sí, porque no fue Zeus quien la promulgó, ni la Justicia […] Así, a mí, al menos, alcanzar este destino que dices, nada me duele; en cambio, si hubiera tolerado dejar insepulto el cadáver de un hijo de mi madre, eso sí que me dolería; esto otro, en cambio, no me duele. Y si a ti te parece que cometo locuras, quizá sea loco el que me condena por locura.
Digo que es espectacular por el ejercicio de lógica de Antígona, que es donde creo que reside su power. Argumenta que la orden desobedecida no fue promulgada por Zeus, por lo que queda justificada su omisión. Y añade que no es loca ella por enterrar a su hermano sino el que se lo prohíbe. En un instante ella es, ante los ojos de los espectadores, quien tiene la razón. Y, en el mismo vuelo, insulta al rey quitándole todo rasgo de magnanimidad.
Estas acciones la llevarán a la muerte. Antígona lo sabe desde un principio, y se mantiene firme en su convicción. Asume su destino cabalmente aunque no sin temor a morir. Pero ella no da señas de arrepentimiento ni señales de cobardía. En pocas palabras, es una heroína.
Antígona no llega a esta resolución accidentalmente. Pensemos en esto un poco. Si ella hubiera cometido la falta, sin saber que era una falta, estaríamos viendo una condena absurda. En este sentido Antígona sería culpable mas no responsable de sus actos. Estaría alcanzando su destino más por reacción que por propia decisión. De haber ido por esta línea, Sófocles habría aminorado su carácter. Ya no sería una heroína sino una víctima culposa.
Tomemos otro rumbo con el mismo disparador: Antígona, a sabiendas de que la falta cometida le causará la muerte, decide huir de sus perseguidores. En consecuencia, tendríamos un personaje en situación de fuga, y su probable heroísmo se centraría en su capacidad para eludir a sus perseguidores. Supongamos que luego de esa fuga se esconde en una ciudad lejana. Allí se da cuenta, por medio de una revelación divina, que ella tiene la razón y que, por ende, debe derrocar a Creonte. Reúne un ejército y se dirige al combate. Lo derrota y es feliz para siempre.
En resumen, estos rumbos imaginados a partir de las acciones de Antígona, si bien pudieran formar parte de una serie de televisión de diez temporadas, en comparación con lo que escribió Sófocles presentarían una Antígona débil en su carácter, en su discurso, en lo significativo de sus acciones. Y, por muy atractivas –por su fácil elaboración– que pudieran resultar, estarían, a fin de cuentas, rebajando una personalidad tan potente a algo meramente común.
A este proceso de búsqueda de líneas argumentales para desechar la menos apropiada se le llama discriminación. Se recomienda que el dramaturgo tenga paciencia para explorar todas las vías posibles, y mucha humildad para tirar a la basura las que no sirvan al drama, por muy entrañables que les sea un diálogo, una escena, un acto, un personaje, la obra misma. Paradójicamente no es común que se realice entre los dramaturgos contemporáneos. Infiero que, a releer sus obras, se conformaron con la primera versión que apareció ante ellos. Peor aún, sospecho que se han adherido a una fórmula sensacionalista; que se han sometido a la demanda del mercado de proyectos multidisciplinarios de carácter social. Al releer sus obras se siente que la historia y los personajes no han tenido su desarrollo adecuado. Se siente que obedecen más a la necesidad del autor de marcar su estilo que al sentido que la obra y el personaje están pidiendo.
Se me antoja preguntarme algo. Estos dramaturgos contemporáneos, ¿habrán probado más de tres versiones con los mismos personajes? ¿Acaso podrían ser capaces de esperar a que su obra esté terminada en, digamos, un año por lo menos, o más años, si es que consideramos la dimensión literaria de la obra? ¿Existirá una obra que, como con los grandes poemas y las grandes novelas, necesite muchos años para su gestación?
Volviendo a la tragedia, insisto en que es una heroína consciente de su condición existencial. Tiene que cumplirla inexorablemente, asumiéndola en pleno. Por ello es que, delante de Creonte, no muestra una sola señal de temor, ni siquiera lo reverencia. Justifica, como lo hemos visto, sus acciones que la llevarán a la muerte:
ANTÍGONA: No he nacido para compartir el odio, sino el amor.
CREONTE: Entonces, desciende bajo tierra, y, si has de amar, ama a los muertos. A mí, mientras viva, no me mandará una mujer.
En el mundo de las posibilidades dramáticas, Antígona no habría aceptado que nadie interviniera en su favor, ni mucho menos que le conminaran a pedir el indulto real. Me recuerda en mucho a Sócrates por su actitud. Ambos están comprometidos con la verdad y llevan tal compromiso hasta sus últimas consecuencias.
Por su parte, Creonte, ciego de soberbia, se empeña en condenarla. Ni Ismena, ni el Coro, ni su hijo Hemón, quien se iba a casar con Antígona, lo convencerán para que cambie de parecer. No es sino hasta que llega Tiresias, el anciano ciego adivino, que Creonte cambia su juicio, más por miedo a su vaticino que por ejercicio de razón:
TIRESIAS: Pero ten por bien cierto que no van a cumplirse todavía muchas veloces carreras del sol, sin que, de tus propias entrañas, des un muerto en compensación de esos cadáveres […] Por eso las Erinias del Hades y de los dioses, divinidades vengadoras que un día u otro castigan, te acechan para cogerte en los mismos males que has perpetrado. […] Tales son, puesto que me provocas, las certeras flechas que como arquero, con ira del corazón, he disparado contra ti. No podrás esquivar su quemadura.
Y no pudo. Ya estaba a punto de dar la orden de liberación cuando lo trágico se vuelve en su contra: Antígona se ha colgado dentro de la caverna en la que había sido encerrada; Hemón, al verla, también se quita la vida traspasándose con su espada; Eurídice, esposa de Creonte al tener conocimiento de la muerte de su vástago, se corta las venas. Viene el momento en que Creonte reconoce su error, o sea, la anagnórisis:
CREONTE: ¡Ay de mí! A ningún otro mortal se podrá atribuir la culpa de esto. Soy yo, sí, yo, desdichado, quien te mató, digo la verdad. ¡Ea!, servidores, llevadme cuanto antes, desembarazaos de un hombre que no es más que nada. […] ¡Que venga, que venga, que se muestre el más bello de los destinos, el supremo, el que traiga mi día terminal! ¡Que venga, que venga, para que no vea nunca más otro sol!
Lección aprendida, de mala manera, pero aprendida al fin. También, esta es una lección sobre cómo se escribe un drama. Los clásicos nos siguen hablando, a los dramaturgos dándonos lecciones, y al pueblo, los espectadores, exponiendo un problema social:
ANTÍGONA: Vedme, ciudadanos de la tierra patria, recorrer mi último camino, y por última vez mirar la luz del sol y nunca más. El Hades, que a todos acoge, me lleva en vida, a la ribera del Aqueronte, sin participar de himeneos, sin que se me hayan cantado himno nupcial en mis bodas. En el Aqueronte me casaré.
Estrictamente hablando, sí hay lamentos por parte de Antígona, pero son por estas razones mencionadas en el diálogo anterior, no por haber decidido desobedecer la ley impuesta por Creonte. ¿Quién no podría sentir un poco de pena, al menos, por la pobre Antígona?
Sacar de esta tragedia una visión feminista, según los anónimos pero populares argumentos de la mente maestra que en la oscuridad fragua planes posmodernos, es prácticamente imposible.
Antígona no podría ser tomada como figura representativa de este movimiento feminista porque es un personaje arquetípico. Solo hay una Antígona, así como solo hay una Electra, una Medea, una Andrómaca.
Los poetas trágicos griegos se conducían de manera magistral, y Aristóteles pudo exponer su técnica: trataban con la esencia humana, por medio de la abstracción. Es decir, creaban personajes prescindiendo de lo accidental –que por definición es contingente–, y dejaban lo esencial –que es necesario–, de tal manera que se puede encontrar la esencia de Antígona en todas las mujeres del mundo, pasadas, presentes y futuras.
La masa posmoderna rige sus comportamientos bajo la idea, proveniente de Walter Benjamin, de que ya no existen los grandes discursos. La historia la han escrito los ganadores y estos han definido lo que es valioso y lo que no. Ya no se puede seguir esta teoría de la historia. Ya no existe La Historia, sino millones de historias. Cada hecho, por mínimo e insignificante que pudiera ser, tiene la misma valía que lo otro, anteriormente considerado un paradigma.
En consecuencia, se indignan por el hecho de que los cientos de historias que se dan a diario en cada parte del planeta no sean consideradas material poético –entiéndase, dramático.
Preferirían no una Antígona esencial –universal–, sino miles de Antígonas –particulares–, que les den voz a todas las mujeres del mundo. Quisieran, en todo momento, una Antígona menonita, Antígona negra, Antígona mexicana, Antígona empoderada. Y así, hasta tener millones y millones de obras de teatro.
Preferirían una protagonista con mucho girl power. En el cine, por ejemplo, cada vez estamos viendo más personajes femeninos que, por el mágico hecho de ser mujer, resuelven sus conflictos dramáticos. Es mujer, vence al alien. Es mujer, gana dinero. Es mujer, puede entrenar un equipo de basquetbol. Es mujer, mata al espía. Es mujer derrota a Hades. Es un Deus ex machina bastante divertido, pero a fin de cuentas, deplorable, simplón, carente de imaginación. Porque da lo mismo que pongamos en su lugar a un niño, un perro, un burro –hay que recordar las viejas películas en las que incluso un caballo formaba parte de un equipo de futbol americano–. Se olvida que, sea hombre o mujer, animal, quimera, si es el protagonista del drama, tiene que hacer un esfuerzo por lograr sus objetivos.
Vuelvo a Antígona. Ella, ante la muerte de su hermano, se pone en movimiento. Luchó, verdaderamente luchó contra Creonte, y sus acciones la llevaron del orden en el que estaba, al caos en el que cayó.
Convengamos, para no discutir con las mujeres, en que podemos escribir sobre nuestra circunstancia aunque le impongamos al crítico la tarea de meterse de lleno en la idiosincrasia del autor. Los poetas trágicos griegos no practicaban una abstracción absoluta. Estaban en el punto medio. Eran universales pero conservaban las suficientes particularidades para darles carga psicológica a sus personajes.
Siguiendo este método tan antiguo y a veces soslayado por los creadores –y es que los creadores influidos por la modernidad, abarrotan esta beta “creativa”, asegurando la consideración del público posmoderno que paga bastante bien–, pudiéramos dar entrada a los cientos de mujeres que hay en el mundo, siempre y cuando su historia convenga al drama. Siempre y cuando, el autor pueda hacer de esa historia algo poético. Siempre y cuando se evite caer en lo folklórico, en el exotismo que más bien estaría proponiendo un análisis antropológico o arqueológico. Siempre y cuando el autor no escriba pensando en que deba incluir en su obra a todas las razas y preferencias sexuales del mundo, por miedo a causar indignación de las personas. Los griegos sabían discriminar. Es decir, desechar lo que no convenía al drama.
Todo se reduce a dos directrices marcadas por los griegos. La primera, que el autor tenga talento para tomar ese material y convertirlo en algo poético. Segunda, que el material sea realmente poético. De lo contrario, ¿Cómo para qué llevarlo a escena si no es más que una simple consignación de hechos? En eso no habría arte.