Antes del libro
Para ser sincero, no recuerdo el motivo principal de haber comprado y leído el libro, sino porque era una edición barata de un escritor que nunca había leído. Tal vez en mis años de estudiante – voraz lector – había ojeado la biografía de María Estuardo sin mucho entusiasmo y con mucha ignorancia, pues desconocía que se trataba de uno de los biógrafos y cronistas europeos más distintivos del siglo XX.
Antes del libro Stefan Sweig era un nombre conocido a través de otros, de oídas, pero al fin un autor del que se desconoce aunque sea referenciado por otros. Tal vez llegué al libro por mero azar, como eso que dicen los bibliófilos, acerca de que el libro te escoge a ti y no tú a él, y vaya que he sido agraciado por ese azar afortunado del destino, pues es un libro que ha capturado mi emoción e inteligencia como pocos recientemente.
En otro lado había leído que las biografías constituyen un género desconocido para la mayoría de los lectores, pero que son excelentes vías de adentrarse a la Historia. Si hay una forma de esparcimiento que combine a la vez con una verdadera autoayuda esa es la biografía. Conocer la vida de otros será la mejor manera de reflexionar sobre la propia.
La mano de un autor se mide con maestría en el arte de contar la vida de otros cuando es capaz de hacer ver no sólo la importancia del personaje, sino a través de él el espíritu de la época. Eso son sus biografías de Erasmo de Rotterdam, o la de Castallion contra Calvino, de la mano de Sweig.
Constituyen no sólo fuentes de conocimiento de un hombre, sino de la comprensión de la cosmovisión de una sociedad, más allá de la vana erudición historiográfica, sus libros son íntimos para la cultura de un continente como Europa y excelentes oportunidades para encontrar un relato no ficcional que imponga demasiada cuota intelectual.
Entonces, pues, antes del libro había mucho ruido curioso alrededor. El Mundo de Ayer fue una buena comezón que valió la pena rascarse.
El libro
Tal vez sea El Mundo de Ayer uno de esos libros para escritores, porque el autor no hace más que hablar de su vida literaria y de sus relaciones con grandes escritores, músicos, actores y artistas de principios del siglo XX; y esos libros para escritores son tales porque para un público más amplio pueda no tener interés, sobre todo si se desconocen los nombres y obras de tantos que se mencionan en él.
He de admitir que he leído también muchos nombres desconocidos, y que eso remite siempre a la humildad y alegría que debe dirigir el trabajo literario. Cuando uno cree que conoce un tema, como es el de la literatura europea, uno se da cuenta de que sabe muy poco, eso me lo ha enseñado el libro y esa es una de las lecciones que imparte.
Al tiempo que comienza también el siglo XX, siendo un recorrido paralelo entre la vida y el mundo europeo, su historia desde la perspectiva de un autor que nos ofrece su vida no porque vea valía en ello sino porque la historia de su vida es la vida de una Europa feliz y trágica, ese continente que conoció la guerra para nunca más ser lo que había sido.
Esa es la nostalgia que plaga el libro entero – la que revela el mismo título – pues ese mundo antes de la Primera Guerra mundial, con la que muchos dicen que comienza verdaderamente el siglo XX, ese todavía fin del XIX era el mundo de una Europa unida, de estabilidad, paz, riqueza de todas.
Más que de su nostalgia, que no tendría utilidad para los lectores, nos podemos maravillar de su análisis y de esa percepción del ánimo espiritual de una época, ese sensor extemporáneo desde que se observa lo temporal.
El autor, biógrafo que hace autobiografía, recuerda siempre esta humildad hacia su propia obra, pero no sin dejar de decir que obtuvo fama, amigos carísimos, y publicaciones cuantiosas que cualquier escritor hubiese querido, pero con un resabio amargo, el de la exigencia pública que como intelectual se le impuso ante los hechos críticos de su época, y ese gran terror del escritor al que no le alcanzan para palear lo inevitable, lo trágico y el destino de las naciones.
Con todo, qué daría uno por haber vivido esos años, su nostalgia podría ser grande pero más la mía que ni siquiera tengo el recuerdo de una época como la suya, como la describe Zweig, a inicios de siglo en Viena. La «época de la seguridad», como la llamara, era el tiempo en que, a pesar de la todavía recatada moralidad, había ya un primer florecimiento de la libertad sexual que manifestaba otras libertades, pero sobre todo había una confianza en el futuro, en todo aspecto de la realidad: en el vecino, en el prestamista, en el arte.
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Esa seguridad vital que permite el florecimiento de lo humano, cierta estabilidad social que permite que se fomente el arte y una tradición, el clima generalizado de un progreso continuo y gradual, ya irrecuperable para un mundo líquido que añoran los apocalípticos de la cultura. El mundo de ayer será siempre el mundo de la paz. La paz, como dijo Neruda, es la mejor amante de los pueblos, y esa es la primera y gran nostalgia de El Mundo del Ayer.
Austria, la patria a la que siempre sitúa en el centro de sus cavilaciones, y en general a Europa, tiene con Sweig a su historiador no oficial, al cronista de su ambiente cultural. El libro comienza con una alabanza a la ciudad europea, la capital de la cultura por excelencia a inicios del siglo XX: Viena.
El comienzo del libro en realidad es una apología de «lo judío» y de lo que los judíos hicieron y significaron para Viena, Austria y toda Europa, pues su condición revelada es la de un destino transitorio que conlleva a ese pueblo preocuparse por los bienes materiales, pero siempre en función de con ello elevar la condición material y cultural del lugar que se habita, como un invitado que atrae consigo una elevación del hogar, una apropiación conveniente.
Su visión, por un lado, confirma la mía, la de que el siglo XX es por antonomasia un siglo judío. Parece que no se entendería, y no sería lo mismo absolutamente la cultura, la música, la literatura, la ciencia y la política si no fuera por la influencia de personalidades judías que en todos los ámbitos muestran y lo que ello trae para el presente.
El libro tiene episodios memorables como el encuentro del joven Zweig con el viejo Rodin, en París, en el que relata que platicando con un amigo sobre la admiración que le guardaba al escultor le preguntó que si le apetecía pasar por su estudio:
¿Que si me apetecía? No pude dormir de alegría. Pero en casa de Rodin me quedé cohibido. No pude dirigirle la palabra ni una sola vez y permanecí entre las estatuas como una de ellas. Curiosamente, este desconcierto mío pareció complacerlo, pues al despedirnos el anciano me preguntó si quería ver su verdadero estudio, en Meudon, e incluso me invitó a comer. Había recibido la primera lección: los grandes hombres son siempre los más amables.
El episodio continúa cuando Zweig dice de Rodin, explicando una pieza en construcción, empiezó a trabajar en ella y a internarse poco a poco en la perfección del detalle final que la pieza requería, que terminó por olvidar por completo que ahí estaba Zweig, esperando y observando. Zweig nunca se sintió tan agradecido con la vida de tener la oportunidad de presenciar uno de los mayores misterios: el del artista en su momento pleno de creación.
Así como esa anécdota el libro estará plagado para gusto de los que como Zweig, nos encariñamos con los detalles vitales cuando son exactamente las piezas sensibles que determinan el destino. Aunque en El Mundo del Ayer no se relate sus últimos días, ni las razones existenciales que terminaron por llevarlo al suicidio en su exilio final en Brasil, tal vez no sea ese último capítulo de su vida el que tenga que tener mayor peso.
Después del libro
Revaloro ahora también, la importancia de conocer la biografía del escritor para valorar su obra, aunque nos adentremos con esto en la disputa en la que se dice que la biografía de un escritor es su obra, y en la que por ahora me atrevo a decir que es un enunciado falso: si toda la biografía de un escritor es nada más que su obra, y no hay más, en realidad no creo que haya mucho que encontrar en lo que escribe.
Con Zweig también creo que hay una enseñanza al leer su vida, una enseñanza superior para todo intelectual y artista:
«El artista que cree en la justicia nunca puede fascinar a las masas ni darles eslóganes. El intelectual debe permanecer cerca de sus libros. Ningún intelectual ha estado preparado para lo que requiere el liderazgo popular».
Después del libro ya he empezado a buscar otras de sus biografías de Erasmo de Rotterdam, de la mano de Zweig, con la curiosidad inmensa de que éste último siempre haya dicho del teólogo, filósofo y pensador medieval que representaba su guía, maestro y luz. Porque la literatura no es como dice nuestro querido Vargas Llosa una “orgía perpetua” sino un camino de los maestros hacia sus maestros.