Una vez escuché decir que Fernando Savater era “el Paulo Coelho de la filosofía”. Apelativo bastante cruel para un filósofo y escritor que, si bien cuenta con amplia fama editorial por su reconocidísimo y sobado éxito noventero Ética para Amador, teniendo el denostado carácter comercial que se le quiere imputar automáticamente como malo, es un autor al que, sin embargo, conviene explorar en sus otros trabajos filosóficos y literarios antes de calificarlo de tal manera.
Antes del libro
La felicidad había empezado a serme curiosa por tener poca valía en la filosofía moderna, siendo un tema evadido, ignorado o ninguneado por los grandes filósofos del siglo xx. Cuando uno quiere hablar de la felicidad desde la filosofía inmediatamente desata un gesto de duda y sorpresa, porque quienes han hecho de la felicidad un tema exclusivo de psicólogos y precisamente la industria editorial de masas, abarrotado tema del desarrollo personal.
Además, la felicidad desde un tratamiento filosófico, no es cosa cualquiera. Atreverse a retomar una idea con tanta historia, un concepto como muchos otros importantes para la filosofía que su sola historia es otra Historia de la Filosofía, y que terminan siendo nada más que un embrollo por la cantidad de pensadores y corrientes que los han tratado.
Abordar pues la felicidad desde la filosofía es ya un primer atrevimiento de Savater, y segundo, porque hacerlo en estos tiempos es una apuesta por la revalorización de la felicidad frente a la crisis antropológica de nuestro tiempo, que precisamente está colmada de confusión, y toda época de confusión es propiciadora de estafadores y charlatanes.
Antes del libro entonces, contaba ya con dos objetivos por evaluar. Veamos si el libro pudo ayudarnos a complementar y profundizar en cada uno.
El libro
Savater no es – sería infame – un charlatán, como sí lo es el autor de autoayuda arriba mencionado. Éste y sus muchos otros libros tienen un manejo excelso y limpio del leguaje. Sus ideas pretenden tener siempre ese compromiso que él afirma de la filosofía con lo explícito, con lo que se puede decir y pensar claramente.
Como todo aquello que pretende vulgarizarse (en el significado positivo del término), es decir, darse a conocer al público, por ello mismo pierde profundidad y análisis riguroso, dado que se pretende universalizar el conocimiento, y con ello, evitar lo técnico.
Asume pues, ésta apuesta que todo filósofo pragmático debe hacerse: desde su contenido más que de su esencialidad, del discurso más que de la inquisición reflexiva. De hecho, Savater parece apostar por una fenomenología más que por un esencialismo en sus propias ideas sobre el tema.
Savater es un escritor, un divulgador, un pedagogo con un manejo literario disfrutable hasta cierto punto, y por ello mismo, nos queda anhelar por mucho su falta de rigor filosófico lógico y demostrativo: paladear mucho para saborear poco, como un algodón de azúcar esponjoso que apenas si toca el paladar se deshace. Pero diremos, en su defensa, que es el tema también, la misma felicidad la que se debe paladear mucho aunque de ella conste sólo su instante consumido.
La felicidad como anhelo es así, radicalmente, un proyecto de inconformismo: de lo que se nos ofrece nada puede bastar.
A todo esto debemos de aclararlo: es apenas un ensayo filosófico formal. El autor demuestra que tiene en sus manos el basamento teórico para decir lo que dice, y sin embargo, se entretiene en casos prácticos para explicar el tema.
Por eso, a media lectura me pregunto: ¿Se puede hacer filosofía para todos? Y me responde que sí, todos podríamos y deberíamos tomar un libro filosófico de vez en cuando. ¿Se puede hacer un libro para todos sin perder con ello profundidad? No, por supuesto que no. La decisión está en el autor.
La filosofía tiene intenciones metafísicas ineludibles, si no, está en peligro de diluirse en la superficialidad del tema, en la circunstancialidad del tiempo, y si se abandona completamente la búsqueda de la verdad para eso vale más la literatura.
Pero, ¿cómo es posible divulgar contenido filosófico sin aburrir al lector con pesadas y profundas reflexiones llenas de tecnicismos y conceptos filosóficos? Y me respondo que esa decisión es del lector. Si nunca toma un libro de filosofía por temor a no entender nada, y encontrar en la lectura un trabajo picapedrero, entonces el lector podrá nunca verdaderamente superarse.
Con esto quiero decir que la filosofía puede ser para todos, y debe permanecer siempre con miras al servicio de la vida, sin perder sus ambiciones originarias inquisitorias. Por supuesto, el libro de Savater es de mayor ayuda que la autoayuda, y su objetivo es meramente expositivo, con uno que otro aguijón reflexivo.
Por otro lado, es la misma herencia filosófica la que ha propiciado la confusión precedente, los racionalistas e idealistas como Kant, Hegel y todavía hasta Heidegger, a los que consideraremos como los primeros culpables de que la “autoayuda” y la “superación personal” permeen tanto en el siglo XX.
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Los grandes discursos incomprensibles, colmados de términos confusos y apropiándose o de un exceso de razón o de una necesidad de oscuridad lingüística, son los que han provocado históricamente que temas filosóficos pasen a manos de otros especialistas que ignoran sino es que rechazan la filosofía, y con ello lo más importante, perdiendo un contenido que es esencialmente filosófico y que nos pertenece a todos los hombres.
Savater escoge a los lectores, apuesta por la divulgación de ideas filosóficas y hay que agradecerle. Por lo que no puede exigírsele ni al libro ni al autor que no haya propuesta teoría alguna, sino apenas un esbozo de la cuestión, un status questionis – como decían los latinos – sabroso con todo, pues se previene con unas buenas sacudidas del polvo mágico que la superación personal tiñe de rosa:
Decir «quiero ser feliz» es una ingenuidad o una cursilería, salvo cuando se trata de un desafío, de una declaración de independencia, de una forma de proclamar: «Al cabo, nada os debo». En cuanto deja de ser un cebo o una reconciliación piadosa, la felicidad —por inasible, por perennemente hurtada— comienza a liberar. De ahí que la echa a perder del todo eso del «derecho a la felicidad». A todo puede haber derecho, menos a ella; se trata de lo contrario de aquello que se consigue o recibe en cumplimiento de un derecho. Quizá pueda decir legítimamente que tengo derecho a ser infeliz.
Si usted lector es nuevo en los textos filosóficos será recomendable, por mucho. Si gusta de continuar el lector con la exégesis del tema de la felicidad, le recomendaría complementar la lectura de un libro disfrutable sin que con ello perdamos cierta profundidad filosófica, de otro filósofo español: La Vida Lograda de Alejandro Llano.
Concretemos entonces, El contenido de la felicidad tiene sus logros:
Divulgar un tema filosófico, asumiendo con ello la pérdida de profundidad teórica, pero loable y efectivo, pues abre el panorama de la cuestión. Es un muestrario de citas y autores que perseguir, una introducción fenomenológica y hasta literaria si se quiere, que deja buen sabor de boca para quien no tiene unas ambiciones filosóficas académicas o profesionales.
Kant habló de que lo importante —es decir, lo que nos concierne en cuanto propósito actual— no es la felicidad, sino «ser dignos de la felicidad». Ser dignos de la felicidad no es tener derecho a ella ni ser capaces en modo alguno de conquistarla (recordemos aquel beato título del bueno de Bertie Russell: The conquest of happiness), sino intentar borrar o disolver lo que en nuestro yo es obstáculo para la felicidad, lo que resulta radicalmente incompatible con ella. Aquellas contingencias que no responden al puro respeto a la ley de nuestra libertad racional, tales serían esas opacidades del yo bloqueadoras de la transparencia feliz, según Kant; Schopenhauer y los budistas supusieron más bien, como ya ha quedado insinuado, que es el yo mismo lo que nos hace indignos de la felicidad.
Poner el tema de la felicidad donde debe ponerse: la felicidad es un tema ético, si no, nos perderemos en embrollos que tengan más de míticos que de filosóficos. La felicidad es parte de la ética y le conviene entonces un tratamiento teórico ineludible desde esta disciplina.
Para lectores avanzados en materias filosóficas, sin embargo, tiene algunos problemas y que pretendo sólo dejar planteados sin mayor extensión que no conviene para una reseña:
Al no definir o conceptualizar la felicidad parece permanecer en ese relativismo universal, tan permeado en el ambiente cultural de nuestros días, al que el mismo Savater parece combatir. La felicidad se desvanece por sí misma y entonces se pierde de vista la objetividad obligada del tema, pues sin objetividades, ¿para qué hablar de ética, de la libertad? Si todos van a querer todo lo posible, la felicidad es una formalidad sin forma, solamente llena de contenidos sin finalidad, y entonces, ¿dónde queda la jerarquía y el orden que exige la sensatez?
La razón es ésta: parto de la base de que la única perífrasis que puede sustituir consecuentemente a la voz felicidad es «lo que queremos». Llamamos felicidad a lo que queremos; por eso se trata de un objeto perpetuamente perdido, a la deriva. La felicidad sería el télos, último del deseo, ese mítico objetivo una vez conseguido el cual se detendría en satisfecha plenitud la función anhelante. Al decir «quiero ser feliz», en realidad afirmamos «quiero ser». O sea, unir definitivamente el en-sí y el para-sí, superar la adivinanza hegeliana según la cual el hombre «no es lo que es y es lo que no es». De lo que el hombre quiere —no de lo que debe o puede— trata precisamente la ética.
Desde lo anterior, entonces, no se puede encontrar en el libro la discusión con algún otro filósofo, no hay “encontronazos de razones” pues su postura es expositiva más que inquisitiva. Tendremos que buscar en otro lado la oposición teórica, ese deber del filósofo (además de ser claro y honesto), de enfrentar, oponer y distinguir las ideas.
De Aristóteles a Spinoza, como también luego en Hegel y Schopenhauer, se ha pensado que la dicha más alta para el hombre consiste, a fin de cuentas, en la contemplación racional. Nuestra hora es más cauta ante manifestaciones de este tipo, pero no las ha olvidado del todo, ni quisiera yo, desde luego, pasarlas por alto aquí. Más allá de una supuesta autocomplacencia gremial o de una intelectualización abusiva de la vida humana, encierran un adamantino núcleo de verdad, que debe ser rescatado. Quizá sea Adorno quien lo haya expresado mejor: «El atractivo de la filosofía, su beatitud, es que aun la idea más desesperada lleva en sí algo de esa certidumbre de lo pensado, última huella de la prueba ontológica de la existencia de Dios, tal vez lo que en ella hay de imperecedero».
Después del libro
Después de Savater buscaré sus libros de ética para aquellas las obligaciones pedagógicas que puedan surgir, aprendiendo de él cómo comunicar temas que requieren de análisis de lenguaje y precisión técnica pero sin atemorizar y cercenar al público.
No puedo decir que buscaré otros libros del filósofo español para cuando quiera profundizar en las cuestiones, pero sí que me dejó trabajo en el tema de la felicidad, varios libros por leer y mucho contenido intelectual con la que perseguir aquélla “contemplación feliz”.