Un hombre de más de cuarenta años, pero menos de cincuenta, está parado en medio de la calle, sosteniendo un cartel de color brillante. El hombre coloca el cartel en el piso y escribe un mensaje que de momento no se ve. Deja de escribir. Siente que una lágrima se le viene por la mejilla. Está a punto de romper en llanto, pero se levanta rápidamente para echarse aire con el cartel y así secar sus lágrimas antes de que salgan de sus ojos. Cuando logra tranquilizarse, alza el cartel y por fin se puede leer: “SE DICEN COSAS GRATIS”. Eleva el cartel por encima de su cabeza y espera a que alguien lo lea. No pasa nadie. Le tiemblan las piernas. Desesperadamente intenta mantenerse de pie. No lo logra. Cae sobre sus rodillas. Aún mantiene el cartel sobre su cabeza, pero sus brazos se tambalean. Se pone el cartel en la boca y lo muerde con fuerza, para evitar que caiga al piso. Sus brazos desfallecen. Una mujer de más de cincuenta años, pero menos de sesenta, pasa de largo sin notar al HOMBRE. Regresa y sale por el lado contrario. Hace lo mismo tres veces más ante la mirada del hombre que, cada vez que ella pasa, abre los ojos para llamar su atención. Ella, por fin, lo nota. Lee cuidadosamente su cartel.
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MUJER: ¿Tiene cosas que decir?
HOMBRE: (Abre la boca dejando caer el cartel.) Sí.
MUJER: ¿Esa palabra es gratis?
HOMBRE: No, esa no. tengo otras cosas que decir.
MUJER: (Mirándolo fijamente.) Son ocho palabras, más las que dijo al principio, suman nueve. Demasiadas palabras gratis, si me pregunta. Demasiado generoso que es usted, si me pregunta. Eso es imposible.
HOMBRE: ¡Pero eso no es lo que tengo que decir!
MUJER: ¡Oh, no sabía!
HOMBRE: ¿Quiere escucharme?
MUJER: Sí. (Se sienta al frente del hombre.) Dígame.
HOMBRE: Verá. Hace ocho años que murió mi padre. Desde entonces las navidades me son amargas, tristemente.
MUJER: No.
HOMBRE: Sí.
MUJER: No, quiero decir que no le entiendo. Vaya, vaya… Hasta el día de hoy creí que yo aprehendía mis conocimientos de manera visual. Quizá yo sea auditiva. (Pega su oído a la boca del hombre.) Hable.
HOMBRE: Hace ocho años que murió mi padre. Desde entonces las navidades me son amargas, tristemente.
MUJER: No.
HOMBRE: Sí.
MUJER: No, quiero decir que no le entiendo. Yo pensé que era auditiva, pero no. Quizá sea más kinestésica. (Le pone las manos en la boca del hombre.) ¡Hable!
HOMBRE: (Con dificultad.) Hace ocho años que murió mi padre. Desde entonces las navidades me son amargas, tristemente.
MUJER: Tristemente…
HOMBRE: ¿Me entendió?
MUJER: Solo lo de “tristemente”.
HOMBRE: (Lastimeramente.) No.
MUJER: Sí. Pero no esté triste.
HOMBRE: Sí.
MUJER: No.
HOMBRE: Sí, mire… me derrumbo. Si no hablo más de esto, moriré.
MUJER: Pero, ¿para qué quiere hablar de eso? La tristeza lo consumirá. No esté triste. No lo haga.
HOMBRE: Sí.
MUJER: No. Terminantemente, no. ¿Está libre?
HOMBRE: No. Digo, sí, pero no tengo tiempo para otra cosa más que hablar.
MUJER: Pero yo ando fallando en mi percepción. Ha de ser porque tengo las manos sucias. No me puedo quedar a escucharle.
HOMBRE: Tristemente.
La mujer mira cómo el hombre comienza a hacer pucheros.
MUJER: Que no llore.
HOMBRE: No tengo remedio.
MUJER: Todo en esta vida tiene remedio.
HOMBRE: Mire, todas las lágrimas del mundo. Y ni siquiera tengo manos para limpiarlas.
MUJER: Pero, por fortuna, yo estoy aquí. Le voy a remediar las lágrimas.
HOMBRE: No, déjelas. Mejor escúcheme.
MUJER: Tengo prisa.
HOMBRE: Entonces, déjeme llorar.
MUJER: ¡Jamás!
La mujer lo toma por la cara. El hombre se resiste, grita, llora, gime, le escupe. La mujer le pone el cartel en la boca, haciendo que el hombre se calle.
MUJER: Déjeme trabajar. (Le mueve la cabeza, calculando que las lágrimas caigan sobre el cuenco de los ojos.) Aquí va una… ¡Ya está! ¡Y aquí otra! ¡Y otra! Deje de llorar, porque si no, estaremos aquí toda la tarde. (Sigue haciendo lo mismo, varias veces, riendo en ocasiones, feliz de haber echado las lágrimas en los ojos.) ¿Sabe qué? De aquí no nos vamos. Le estoy ganando en este juego a sus lágrimas. Vuelva a llorar otra vez, estoy lista para otra ronda.
Fin.