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Dos cosas me llegaron al colmo: lo francés y lo gay. Tanto el “cine de arte” y el “cine gay” como categorías, podrían estar persiguiendo a las consciencias libres y los espíritus dispuestos a la belleza de unas imágenes sin ideología. Tal vez lo Queer se esté volviendo parte de un movimiento ideológico fuera de sus alcances.
Si bien el ser francés siempre ha consistido – al menos en el cine – ser demasiado intelectual, profundamente emotivo, con cierta pretendida madurez, casi el único capaz de mostrar un cine intimista, a veces una antípoda del cine hollywoodense, donde las tramas y personajes pueden ser entrañables y no sólo imágenes bidimiensionales, un cine que muestra una ausencia total de efectos especiales y los cuales son sustituidos por medio de explosiones emocionales, secuencias reveladoras del carácter más personal; ahora, todo eso, se ha ido finalmente a la mierda.
Con Vivir deprisa, amar despacio (Christophe Honoré, 2018), el cine francés llegó al colmo del narcicismo intelectual y posiblemente, aún más preocupante, a la tentativa de imponerse a sí mismo como una regla.
La crítica desde dentro
El amor romántico en el cine no puede escapar de algunos clichés, con mucha más razón en el amor heterosexual. Sin querer hacer un esquema universal, al menos dos premisas se requieren: un personaje A que encuentra el amor por B. La historia puede ser exitosa o feliz si A llega a o se queda con B. Será una historia triste o trágica si no sucede así.
Por más que se pretenda variar el esquema, o hacerlo excéntrico, toda película de amor romántico caerá en el esquema mencionado, incluso cuando la premisa de A y B es diferente o atípica, por ejemplo, En cuerpo y alma del húngaro Idikó Enyedi de 2017, o Contra la pared del turco-alemán Fatih Akin, del 2004, dramas alejados geográfica e ideológicamente a Hollywood y la concepción “normal” del amor romántico.
El amor romántico homosexual no tendría por qué salvarse, aun queriendo escapar de su inevitabilidad, resulta sospechoso y forzado cuando lo intenta, al menos, así lo muestra la película; donde A (Jaques, protagonista, escritor enfermo de SIDA) confiesa, al inicio de la película, un amor abierto y desinteresado por B (joven gigoló), antes por C (antigua pareja), y por último por D (Arthur, nuevo amor). Y no me refiero aquí a la crítica del poliamor, sino a la posibilidad de la trama, donde el amor dramático se debilita por tener demasiadas “exposiciones”.
La película, sin saber cómo salir de la premisa del amor romántico, promueve su evasión falsamente, y para mal, se le suma el cliché mal presentado del artista de fuego espontáneo y de permanente decadencia, un escritor enfant-terrible, con la jovialidad incendiaria de la pasión que cae en desgracia, el sentimiento una y otra vez experimentado hasta la autodestrucción, lo que es vivir deprisa, pero un cliché.
Como dice el título en francés Plaire, aimer et courir vite, el placer mostrado es un entretenimiento vacío; un amor que es en realidad repentino y papalotero (B, C y D), y el correr deprisa es toda la película y nada más. El título en inglés Sorry angel es todavía más ridículo y estúpidamente emotivo. Revela también lo que hay detrás, su falsa piedad: “lo siento, me muero, soy homosexual, no puedo con una vida tan terriblemente bella (falsamente profunda), soy tan emocional e inocente que todas mis hipocresías pueden ser perdonadas”.
No se piense en que la película no es, de alguna manera, placentera, y que guarda cierta belleza. Pero ante tan pretendido dramatismo forzado, resulta finalmente insoportable. Queda revelado el gancho, pues pretende obligar al espectador a sentir algo necesariamente impuesto, a lo que no puedes negarte porque serías un traidor, el utilizado “terrorismo sentimental” te atrapa como cualquier comedia romántica, pero ahora transfigurada intelectualmente en un encanto de lo francés exportable.
Jaques, el protagonista escritor, es interpretado por Pierre Deladonchamps quien ya nos había mostrado una actuación más sobria pero igual de excelente en Le Fils du Jean (Philippe Lioret, 2016). Jaques, es un fracaso total como padre, como adulto responsable y como pareja amorosa, no sabemos si también como escritor. A pesar de la actuación que no falla, el guion cae en errores irremediables. Sus relaciones son fallidas, pues lo único que se muestra más o menos auténtico en la película es la amistad que guarda con su vecino.
La antigua pareja de Jaques tiene ya la enfermedad avanzada y pide asilo en el departamento de Jaques unos días. En una escena que pretende ser poética y llena de amor compasivo, en la tina de baño donde se recuestan ambos, resulta exagerada, pues parece que intenta mostrar forzosamente los estigmas de la enfermedad, confundidos con los de un Cristo redentor en la cruz de un sufrimiento en vano. Sin embargo, no sé si es una referencia visual equivocada o repleta de mala suerte a La Muerte de Marat, de Jaques-Louis David. Por eso hablaba antes y seguiré después hablando del terror emotivo que pretende imponer la película.
Arthur, el nuevo y último amor de Jaques, es un joven tierno que vive en la provincia del norte de Francia, que recién está descubriendo su homosexualidad, un descubrimiento que se muestra una y otra vez en la película. Jaques, después de su encuentro mágico con Arthur en una presentación que fue hacer en el teatro de la ciudad comienza a mantener una correspondencia amorosa, llamadas telefónicas y cartas a mano – el periodo del amor romantizado – hasta que un día invita a Arthur a conocer París, para hacer de guía turístico a la vez que una inducción formal al mundo gay parisino.
En la noche van al departamento de Mathieu – tal vez el más viejo y único verdadero amigo, vecino de Jaques – a tomar una copa, y ya en la ebriedad más terrible, Arthur, otro ángel terrible, nos da su opinión – La Cátedra – sobre el estatus del sexo homosexual. Es cuando uno encuentra la tentativa de discurso ideológico y tiene que admitir la lección de lo que puede y lo que no puede ser el sexo y amor homosexual.
La fiesta de tres en el apartamento termina con una escena de intimidad en una secuencia confusamente cómica, con lo que parece ser un trío sexual que fracasa, pero donde se esfuerza por mostrar la pretendida ternura de Arthur y Jaques ebrios, mientras que Mathieu se resigna a ser un viejo y mal tercio.
Antes y después de eso, el guion falla pues no se dice apenas nada de lo que el protagonista y su “nuevo amor” encuentran de nuevo en ellos, no es para nada una intimidad nueva, es la ausencia total de ella. Es increíble que Arthur, hacia el final de la película, esté dispuesto a acompañar a Jaques hasta el fin de su enfermedad.
La dirección falla también en la evocación poética que jamás se concreta ni en la escena de la bañera y en otra ocasión cuando Jaques se despide de Mathieu antes de suicidarse, tal vez la única escena que se pudo haber rescatado, pero para nuestra mala suerte, Jaques le dice al oído: “prométeme que ensuciarás la belleza” lo que nos confirma la hipocresía. Esa poetizada pero ridícula mención al verso rimbaudiano olvida que Rimbaud no quería “ensuciar la belleza”, sino injuriarla, escupirle, ofenderla, – es decir, una versión incorrecta – no ensuciarla de brillantina bienpensante y tiránica, porque eso sería un descaro para lo políticamente correcto. Otra escena imposible de soportar que me llevó a pensar en la necesidad de otra crítica, una externa a la película pero que parte de ella.
La crítica desde afuera
Con esta película llena de desaciertos se abre la oportunidad de indagar las causalidades ideológicas de la misma. Hay una intención velada de una creación por la nueva catedral del buen gusto, la corrección política, de gusto ilustrado de Cannes, pero a contrapunto, igual de terrorífica, como Robespierre y Marat – pues todo movimiento ideológico tiene sus tiranos – colmada de Razón Suprema, capaz de ser el Vaticano del arte.
La Queer Palm y Cannes, el Vaticano de lo correcto, nos manda su carta de fidelidad: ser insufriblemente francés y homosexual tiene reglas. Cannes, siendo La Norma, La Ley y el Orden de lo debido, con ese odio subvertido a los norteamericanos por la misma razón que desea militar por otro imperio. El imperio cultural de Francia no lo hace menos imperio por ser cultural.
En cuanto al LGBT no hace falta decir que mucho de su “cultura” es ideológica, o al menos persigue una política dentro y fuera del arte. No creo que tener “cultura gay” consista en una riqueza ni mayor ni menor que decir “cultura pop”, tan solo porque ya es parte de lo mainstream, una cultura de masas, entendiéndola como Low Cult y de motivos demagógicamente salvadores en los términos que Umberto Eco expone en El Superhombre de masas.
Pero incluso, esa nueva ideología de la “cultura Queer”, que se pretende High Cult puede mirarse como imperialista lo mismo que la cultura francesa. ¿Por qué Vivir deprisa, amar despacio es esa Constitución de la nueva moral azuzada de juicios valorativos imperialistas? Porque junto con los clichés no superados, su pretendida perfección es su pecado, el “sentimentalismo puro” es increíble y ridículo, y con todo, también arroja su advertencia subrepticia: no puedes quejarte, no puedes negarte a la Verdad Ilustrada emitida por el Vaticano de lo Queer. Somos incapaces de no gustar de lo que vemos.
La primera ley de la Constitución de la nueva estética es: lo neutral es lo único válido. Con esa neutralidad impositiva todo juicio artístico queda exiliado porque todo juicio moral es imposible, pues en el reino de lo neutral todo está permitido. El resultado es la anarquía impuesta. Conclusión: no puedes descalificar la película artísticamente porque hacerlo sería como descalificarla moralmente.
Yo me conformo con esa descalificación, por la intromisión correctísima de la política y la ideología LGBT, que se trasluce en la hipocresía narrativa, y por su poca relevancia para una historia del cine Queer y el SIDA, incluso para el cine francés en general. Me resigno a no decir nada de lo ético, pues ya sabemos que el arte que hace mucho tiempo que se separó del ámbito ético.
Zizek explica en algún punto cuando habla de la regla de la no regla dictatorial de nuestros tiempos, que es más hipócrita manipular a los hijos para que visiten a sus abuelos mediante el chantaje emocional que cuando se hacia por obligación impuesta por el padre. Así, el nuevo orden emocional del arte obliga a sentir compasión y respeto por algo que no lo merece, y a sentirse mal por contravenir a la regla de “lo libre”.
Así, libertad vital de Jaques– la bandera de lo Queer – es su regla no escrita, pero que es precisamente lo hace dictatorial, al querer imponer un orden al amor libre se le imputa otra regla, precisamente la de ser libre según la regla. Si queríamos que la homosexualidad fuera lo libre radical que se propone con lo Queer, y quisiera ser verdaderamente anárquico como toda libertad artística, no debería inspirar la imposición de un canon oficial y político.
La crítica podría extenderse todavía más: ¿podemos tomar en serio lo Queer como categoría artística? La categoría Queer promovida y auspiciada por el LGBT igual que el Teddy Bear de Berlín y el Queer Lion de Venecia, nos hace pensar en motivos fuera de los artísticos. Renuncio a la idea de que el juicio valorativo de lo que es “artístico” lo defina en realidad un juicio “político”. Para conocer la verdad, habrá que preguntárselo a los artistas no auspiciados por ningún imperio.
Empiezo a creer que Lars von Trier se proclamó como seguidor de Hitler en Cannes, de manera que lo declararan persona non grata, porque de alguna manera me imagino que su cinismo – tan autárquico y como ejemplo excelso de parresia – lo obligó a renunciar a lo correcto que impone la política detrás del festival, una manera de invocar a lo verdaderamente político que resulta de toda creación artística: una libertad auténtica.
Soy de la idea universalista de que no puede haber una categoría de literatura feminista, infantil o juvenil, aunque las haya con fines puramente mercadológicos, y esa es la ley del mercado entrometida en la cultura y la literatura. Pero artísticamente hablando no puede haber poesía para mujeres o poesía gay, sino poesía, literatura, cine; si no es universal ¿qué interés tendría? La facilidad con que se prefiere renunciar a la universalidad hace sospechar de sus motivos externos.
Regresando un poco a la película, diremos que lo estético no revoluciona nada. Cualquier comedia romántica, si seguimos a Zizek una vez más, es una visión manipulada del amor occidental, así como esta nueva propaganda del amor libre es otro discurso supuestamente puro pero tan imperialista como el anterior. El gesto es tiránico, tan francés como la semana del terror: tienes que sentir compasión y piedad por el protagonista, si no, ¡guillotina!
Cuando lo anterior pasa, ya no importa que haya ligeros momentos adecuados para lo estético, todo pasa a ser falso porque ha sido manipulado, hipócrita desde el principio ya no puede ser verosímil al final. Al menos, en otros ejemplos, como en El Declive del Imperio Americano (Denis Arcand, 1986), se aceptaba sin hipocresía el fin del imperio cultural de Francia como parte de lo occidental.
Como siempre que uno sufre una desilusión – toda película es una ilusión lograda o fallida – me refugio en mis pequeños tesoros escondidos, me quedo con Fresa y Chocolate (Gutiérrez Alea y Tabío, 1993) donde la homosexualidad es un co-extensivo de la libertad personal, la expresión personal auténticamente libre que se opone a todo poder político, me quedo con Antes de que Anochezca (Julien Schnabel, 2000).