S T A G E 1
A cada pedaleo en su ranfla, Lacricholo sentía que debajo de sus Dickies sus muslos aumentaban en masa muscular. Bien podría ir en carro de sitio a casa de su jaina, Sagy La Güera, pero quería hacer pierna para dejarla igual que brazos y pecho, ejercitados una hora antes en el gimnasio Mijares, en donde tiraba guante.
Por ir pensando en las manos de su jaina apretándole las piernas, estuvo a punto de caer en una alcantarilla destapada. La esquivó y frenó quemando llanta. Se asomó al hoyo y le escupió. El gargajo jamás encontró el agua sucia. Si hubiera caído dentro de él, pensó, a lo mejor era lo más seguro que nadie escuchara sus gritos y que su cuerpo jamás fuera encontrado. Imaginó a su Jechu rezando de rodillas ante la alcantarilla, y a Sagy La Güera llorando sus lágrimas de rímel negro, renegando al cielo por haberlo perdido. La tristeza le invadió. Apretó entre sus manos el rosario que colgaba de su cuello y decidió poner más atención en el camino ya que no deseaba hacer sufrir a sus dos mujeres amadas.
Aunque faltaba poco para llegar al chante de falsa rubia de raíces negras con copete de acero, tenía que hacerlo antes de que cayera la noche o el barrio del Pujido lo recibiría con toda su furia.
Sabía que al Pujido se podía entrar temprano pero no se podía salir sino hasta que amaneciera. La vatos de ahí tenían la costumbre de odiar a quienes que llegaban al barrio a robarse a sus mujeres. Cuando caía la noche se juntaban en las esquinas a tirar barrio, y cuando veían que algún vato caminaba por las calles, le caían en bola para tumbarles el dinero, los tenis y la ropa. Después les metían una reverenda chinga. Luego iban con la jaina a advertirle, con grafitis en la puerta de su chante, que sólo los Pujidistas rifan, controlan, dominan, matan, exhortan, entierran, embarazan pero no se casan.
Lacricholo se sentía seguro. Su suegro ya le había dado permiso de dormir en un sillón de la sala-comedor-cocina, para que no tuviera que arriesgarse. Como agradecimiento, a muy temprana hora les preparaba el lonche a sus cuñaditos que iban a la primaria, a su suegro que iba al taller de herrería, y a su jaina que iba a trabajar como cerillito en Los Mercados Populares.
Después regresaba a su casa, en donde su Jechu dormía hasta media tarde.
Pero tampoco se sentía tan seguro. Un mes atrás, madreó a dos Pujidistas que lo abordaron afuera del chante y le preguntaron qué barrio. Esos dos ñangos que traían pegada a la boca una bolsa con resistol amarillo, no se rajaron al ver los cientos de lágrimas azules tatuadas en sus brazos y pecho, visibles por su camisa sin mangas, y lo empujaron. Lacricholo, que hasta entonces no había vuelto levantar los puños contra nadie, se vio en la necesidad de pedirle a Sagy que se metiera y que no saliera para nada. Los Chiclosos, como se les conocía, cayeron sobre la acera, uno de un recto a la quijada y el otro de un gancho al hígado.
–¡Ahí se quedan, pegajosos! ¡Mañana pasa la basura! –les gritó y luego metió la ranfla al chante.
Esa vez los novios se dedicaron afanosamente a chocar sus carritos sin importarle que los Chiclosos pidieran, entre mentadas de madre, que Lacricholo saliera. Al fin, amaneció y ellos desaparecieron. Desde entonces no se confiaba. Llegaba antes de que cayera la noche y se iba a casa, con la luz del sol.
A una cuadra del chante, una troca negra se estacionaba justo frente a ella. De la caja bajaron unos Chiclosos y de la cabina los Tolvanera, los hermanos que controlaban el Pujido. Lacricholo pensó que lo iban a buscar a él. Como calculó que no podría pelear con tantos al mismo tiempo, se escondió detrás de una esquina a pensar en su siguiente movimiento. Tal vez a lo mejor se iban al ver que no se aparecía, pensó. Pero al ver que los Chiclosos entraban al chante montó en su ranfla y pedaleó sin fijarse en que el pavimento estaba lleno de tachuelas. Las llantas de su ranfla tronaron. Lacricholo cayó de hocico sin saber cuántos Chiclosos le habían caído encima.
Con la cara pegada al pavimento pudo entender, entre gritos, que los Chiclosos habían sacado a Sagy La Güera en calidad de bulto y que se la habían entregado a Los Tres Tolvanera.
Lacricholo gritó:
–¡Eh, vatos! ¡El pleito es conmigo!
Hasta él se acercó Guame, el más fuerte de los Tolvanera. Medía casi dos metros, pesaba ciento cincuenta kilos y hacía temblar el pavimento a cada paso. Con sus bombitas de casquillo le mesó sus ralos cabellos.
–Con que tú eres el que madreó a la gente de mi hermano, ¿no?
–¡Un tiro derecho, tú y yo! ¡Pero deja en paz a mi jainita!
–¿Cómo te llamas?
–Lacricholo. ¡Grábatelo bien! ¡Lacricholo es el nombre del que te va a partir tu madre!
Guame se sentó en el pavimento.
–Pa’ que sepas, Lacricholo, Sagy La Güera me gusta. Me la quería llevar después de que cumpliera los quince pero, pues… como ya alcanza el timbre… me la llevo de una vez.
–¡No seas cabrón! ¡Ella me quiere a mí!
–Te irá olvidando, Lacricholo. O te olvida o se muere. Y tú, o te largas de mi barrio o te mueres. ¿Sabes qué? Mejor te mueres de una vez. Se va a encargar de ti mi hermano, Panochón. Te digo su nombre para que te lo aprendas. Panochón te va a matar porque le madreaste a su gente y, más netamente, porque me querías pedalear mi bicibleta.
Guame se levantó, le acarició la frente con sus bombas de casquillo y luego abordó la troca del lado del copiloto. En medio iba Sagy La Güera embarrando en el medallón su carita llena de lágrimas negras. Guame le pidió a su hermano, Chispa, el viene-viene, que arrancara la troca a toda velocidad.
Dejaron atrás a Panochón junto con sus Chiclosos. Él usaba tenis sin agujetas y vestía una pantalonera holgada que tenía que ajustar a cada rato sobre su abultado vientre, ya que tenía la vejiga inflamada. No usaba playera porque le gustaba lucir las gotas de resistol amarillo que se embarraban en su panza caguamera. Se volteó su gorra de béisbol que cubría sus cabellos ensortijados por la suciedad. Inhaló su bolsa de resistol amarillo que tenía pegada a su boca y luego habló con ronca voz:
–¡Yo soy Panochón y te voy a partir tu madre en un chingo de pedazos! ¡Ja, ja, ja! –no pudo evitar toser después de reír–. Espero que sepas pelear para divertirme un rato. ¡Échenmelo!
Los Chiclosos soltaron a Lacricholo. Este se sacudió la ropa y vio que, en total, ocho Chiclosos rodeaban a Panochón que, con sus manos amarillas le invitaba a pelear.
Lacricholo se tronó el cuello. Calentó soltando golpes al aire, respiró profundamente y se dirigió hacia sus rivales. No le preocupaba volver a usar sus puños, otra vez, como tres años atrás cuando, a los quince años, mató a golpes al abusivo novio de su Jechu, a quien solía golpear cada que perdía su equipo de futbol.
Los Chiclosos se habían vaciado encima todo el resistol amarillo que traían en sus propias bolsas y se abalanzaron sobre él. Lacricholo decidió que no tenía tiempo de echarse el round de estudio y tiró un jab de derecha. Su puño se quedó pegado a la quijada del primero que lo atacó. Pronto se dio cuenta que lo que pretendían era pegársele al cuerpo.
Lacrichólo, moviéndose haciendo sombra, calculó que su condición física no le daría para estar esquivando Chiclosos toda la noche, mucho menos con uno pegado al puño. Además, todavía no sabía qué era lo que Panochón podía hacer. Decidió usar al que traía pegado como una trampa. Lo empujó hacia los demás y de repente tenía en la mano una masa de Chiclosos que luchaban por despegarse mientras le mentaban la madre. Con un esfuerzo superior, los llevó a la pared del chante y, con dos tremendas sacudidas, los dejó pegados.
Quería tomar aire pero Panochón ya estaba detrás de él. Éste lentamente abrió la boca y eructó una pequeña nube de amarga esencia de resistol amarillo. Lacricholo se mareó. También le temblaron las piernas y cayó de rodillas pero alcanzó a rodar alejándose de Panochón, quien infló su bolsa como si fuera un globo para jugar con ella aventándola al aire.
–Mira nada más –dijo Panochón dejando ver sus verdosas encías–. Has aguantado bien el primer eructo. No vayas a creer, Lacricholo, que es lo único que puedo hacer. Con el segundo eructo vas a quedar ciego, y con el tercero se te van a encliclosar los pulmones. ¡Ja, ja, ja! –tomó la bolsa y volvió a inhalarla después de toser.
Su eructo fue tan potente que formó una nube espesa que envolvió a Lacricholo quien sintió cómo se le iban endureciendo los párpados al arrastrarse lejos de su enemigo.
La nube se quedó quieta en el aire y luego cayó a la acera formando un pegajoso charco de color amarillo. Lacricholo quedó en medio de la carretera, frotándose los ojos como si quisiera despegar sus párpados. Al través de las lágrimas que se le iban endureciendo, vio ir hacia él a Panochón, quien había vuelto a inflar su bolsa y la rebotaba en el pavimento como si fuera una pelota. Como el brazo derecho se le había entumecido, usó el izquierdo para hacerle una señal a su enemigo para que se tranquilizara.
–¡Cámara, Panochón! ¡Cámara!
–¿Qué, qué, qué? ¿Vas a llorar? ¡Pero si no puedes! –dijo Panochón luciendo ver sus verdosas encías.
–Eres bueno, Panochón. Eres bueno. Me cae que sí.
–¡Ni se te ocurra hacerme la barba, Lacricholo! De todos modos te vas a morir.
Panochón se acercó a él, volvió a inhalar de su bolsa y se preparó a echarle su tercer eructo. En ese momento Lacricholo juntó un montón de mocos en su boca y se los escupió en la cara a Panochón quien se tragó su eructo.
–¡Qué asco! –dijo Panochón tratando de limpiarse el rostro.
Lacricholo se levantó y le apretó la vejiga a Panochón con su mano izquierda gritando:
–¡Diez marcas de cigarros!
–¡Marlboro, More, Monza, Fiesta! –gritó Panochón con las manos al cielo.
–¡Te faltan más! –gritó Lacricholo apretando sus dedos con todas sus fuerzas.
–¡Benson, Raleigh, Delicados, Faros! ¡No me acuerdo de otras!
Lacricholo no dejó de apretar sino hasta que Panoochón cayó al suelo retorciéndose del dolor.
El padre de Sagy La Güera salió del chante acompañado de sus dos hijos quienes llevaban una secadora de pelo conectada a una larga extensión. Con la secadora le echaban aire mientras que su suegro le ayudaba a recostarse.
–Tú has ganado –le dijo al quitarse su playera de futbol para ponérsela como almohada.
–¡Deme cinco, suegro –dijo Lacricholo levantando su mano izquierda–. Aguántenme las carnes, cuñadillos. Tengo que hablar con Panochón.
Se levantó y, llevado en brazos por los dos niños, se acercó a derrotado rival.
–¿Adónde se llevaron a mi jaina? –le preguntó dándole pataditas en su vientre.
–Ya no me pegues, Lacricholo. –dijo Panochón entre pujidos–. Debe estar en el chante de Bimbo.
–¿Dónde vive ese cabrón? ¿Usted sabe, suegro?
–No, hijo. No sé. Yo casi no salgo de la casa por miedo a estos cabrones –dijo el señor rascándose los cabellos grises de su pecho.
–A ver, Panochón. Dime en dónde está la casa de Bimbo o si no, te lavo los dientes con bicarbonato.
–¡No, no, no! ¡Por favor, Lacricholo! ¡Te lo diré! ¡Te lo diré! –dijo Panochón revolviéndose del dolor–. Vas hacia el sur ocho cuadras, y luego tomas a la izquierda y caminas cuatro cuadras, y luego ocho más a la derecha. Ahí está el chante. Es una casa en obra negra.
–¡Al tiro, pues! –dijo Lacrichólo a punto de desfallecer.
Sus cuñaditos y su suegro lo llevaron dentro del chante, para que descansara un poco, dejando a Panochón en medio de la carretera, desmayado, y a los Chiclosos como un adorno en su pared.