Guerra de intervención (fragmento)

I FOUGHT FOR THIS COUNTRY

Otra vez la noche ha estado llena de pesadillas. Ya no se trata de pesadillas de la guerra, ya no vienen las imágenes de cuando mutilaron tu pierna izquierda y gritaste temeroso, como un cobarde, pues creías que te mataban, sino que ahora se trata de cuando te separaron de Margaret y de tu hijo. Ves otra vez a los policías de migración sacarte del carro y no hacer caso a tus palabras. Desde entonces sueñas que no puedes hablar y que por eso te llevan. Sueñas que no puedes hablar esa lengua que creías tuya a tal grado de que ahora que despiertas no estás seguro de que eso no sea cierto. Sientes la boca trabada, mientras miras el techo cada vez más iluminado, y sientes terror de no poder hacerlo, sientes aprensión por pararte y verte en el espejo y descubrir otra vez esos rasgos latinos, ese cabello lacio de indio mestizo, ese perfil arabesco; el bigote oscuro, los ojos de pupilas aún más negras. Sientes miedo de pararte y estar en México, a dos mil setecientos kilómetros de tu familia.

Como sea cuando da el mediodía no puedes hacer otra cosa más que levantarte. Es jueves y tienes descanso en el call center. Necesitas buscar algo de comer. Sin embargo, no deseas encontrar a ninguno de los viejos de la vecindad. La vecindad está habitada por ancianos solitarios que a tus ojos se asemejan más a cadáveres, a momias que repiten las mismas ideas una y otra vez. La mayoría son hombres abandonados por sus familias que en los distintos cuartos esperan la muerte. No los soportas, quizá porque crees que, al cabo de los años, ese será tu destino en este país insólito, incluso para ti que has pisado más allá del Atlántico; que no serás capaz de salir de esta realidad enrarecida y absurda, colmada de pesadillas y de lunáticos que continuamente buscan hablar contigo, aunque los rehúyas.

Esta tarde, en especial, no quieres hallarte con el doctor Prometheus Maximus Claudius. Vive justo en la puerta de enfrente. Él es un hombre delgado y alto, de barba espesa y blanca, de cabellera abundante en los costados, pero rala en la cabeza, de ojos grises, quien usa muletas para desplazarse, pues está lisiado de las piernas. Muchas veces ya te ha contado de sus numerosos accidentes que lo dejaron así. Siempre habla de las placas que tiene en ambos fémures. La cuestión es que este hombre parece tener una fijación contigo, ya que cuando te lo topas en los pasillos no puede detener sus conversaciones. Sí, Mark, esta mañana de jueves sentirás que no tienes tiempo para gastarlo en esas pláticas absurdas acerca del fin del mundo o sobre un planeta gigante que estará a punto de cruzar su órbita con la Tierra. Te arrepentirás, como siempre te pasa con otras personas, de haberle contado acerca de tus experiencias en la US Army. Quizá lo que al doctor Prometheus Maximus Claudius le llama la atención es que, al igual que tú, también está cojo. Quizá se identifica con tu historia.

Quizá lo que más te abruma de ese viejo resulta ser su extravagancia, ese estado como de locura permanente. Al hablar con él la primera vez no estuviste seguro de esta cuestión, porque el trato con el doctor es ameno y lógico. Se comporta como un señor educado, inmerso en la desgracia, solitario, un fracasado, perdedor, pero a final de cuentas muy educado, con una plática inteligente, y en ocasiones interesante. Lo primero que se te ocurrió fue que su profesión sería la de filósofo o escritor, poeta, rockero, bohemio, vividor, probablemente un alcohólico reformado que lo ha perdido todo, familia, mujer, casa, hijos; sin embargo, quedaste sorprendido cuando supiste que se trataba de un médico, ya que el doctor Prometheus parece todo menos eso: un viejo que viste de modo estrafalario, en pantaloneras raídas y en combinaciones ridículas, no puede ser un doctor. Los doctores son personas serias, formales, conocedoras, personas que no hablan del final de los tiempos ni de planetas gigantes con extraterrestres que crearon a los hombres. Los doctores en especial poseen dinero, al menos eso creías. El doctor Prometheus parece no tener un quinto. Se nota en sus ropas, en el lugar donde vive. Es común que use zapatos o guaraches desgastados distintos en cada pie, que se siente en los montones de libros que invaden su pequeño cuarto donde, también, arrumbados se encuentran manuales y antiguas revistas médicas especializadas, así como todo tipo de medicamentos y frascos de vitaminas polvosos, que uno podrá pensar que están caducos, pero que curiosamente no lo están.

Eso te abruma, te molesta porque no comprendes cómo ese hombre vive en medio de todos esos objetos, en esa confusión que evidencia ciertas manías, y por otra parte, te confunde constatar en el hombre una agudeza mental difícil de igualar. Te incomoda la mirada de esos ojos grises debajo de esas cejas gruesas. Ese rostro demacrado y delgado con esa barba antigua de profeta hace que todavía le guardes cierto respeto. Cosa extraña, siempre lograrás tener simpatía con los hombres mayores que tú. La prueba de ello también es el gringo Wyatt, padre de Maggie, que está allá del otro lado recorriendo el país de costa a costa en su Harley-Davidson.

Resultará común que, por las tardes, el doctor toque a tu puerta para conversar un poco. Sus motivos principales circularán en hechos de suma importancia, como por ejemplo cambiar el mundo. Por algo que no atinas a ver, el doctor piensa que podrán hacer muchas aportaciones en ese tema si se lo proponen. Las conversaciones con el doctor jamás serán sobre cuestiones simples, superficiales o cotidianas. Todo parece ser personal con él, sumamente importante, todo tiene que ser de vida o muerte. Según sus cálculos es el momento, ¡una nueva era de la humanidad se avecina! ¡Debemos estar preparados, la responsabilidad cae en nuestros hombros!

Pasarás algunas horas más deambulando con tu bastón de madera en el interior de tu cuarto, con tu pierna coja. Buscarás asomarte a través de los azulejos de la puerta, para verificar que no hay nadie. Intentarás distinguir si el doctor Prometheus Maximus Claudius está en su habitación. A pesar de sus limitaciones físicas a veces sale sin saberse a dónde. Lo más extraño para ti es que el doctor posee un carro destartalado que curiosamente funciona. Sale y se desaparece por horas e incluso días, semanas. Te parece increíble que con la poca clientela que lo visita a su cuartucho le alcance para tener ese estilo de vida, lleno de viajes a diferentes ciudades del país. En ocasiones escuchas desde tu catre que llegan hombres solitarios y señoras a tener consultas con el vecino. Escuchas la voz clara y delgada del doctor dando remedios y recetando medicinas.

—Tómese estas pastillas… y estas otras… además va a hacer el siguiente procedimiento…

Escribe sus recetas en fotocopias mal impresas donde en la parte superior aparece:

Dr. Prometheus Máximus Claudius
Cédula 5051572

Lo oirás con atención, por morbo:

—Sí, mire. Se va a tomar estas pastillas. Mire deje le doy un frasco.

Percibirás que con dificultad se para.

—Por aquí tenía un frasco de esas pastillas, déjeme las encuentro… Por aquí las dejé. A ver… me puede hacer el favor de mover esos libros… No sé ve nada por ahí, ¿verdad? A ver, permítame… Ahorita las encuentro.

Transcurrirán cinco, diez minutos hasta que las encuentra.

—Sí, mire aquí están… De estas se va a tomar una cada ocho horas…

La gente sale silenciosa, pero le agradecen. Nunca escucharás o verás que le den dinero. Por eso no entiendes de qué manera subsiste y desaparece una o dos semanas. No sabes a dónde va. No lo entiendes porque con dificultad te alcanza para pagar la renta y comer con el sueldo del call center, único empleo que más o menos consideraste humano cuando te deportaron. No sabes qué mañas tiene el doctor Prometheus, si tú apenas puedes vivir con tan poco dinero.

Así que este jueves no te animarás a salir (hasta tuviste que mear en una botella para no topártelo), porque la noche anterior notaste que el doctor estuvo en su habitación. La luz de los cristales de la ventana no se apagó hasta pasadas las doce (sabes que le gusta leer y escribir su “testamento” por la madrugada), y por lo tanto adivinas que estará en el interior esperando para abordarte en cuanto salgas. No querrás ser grosero, desconsiderado con ninguno de esos viejos, menos con el doctor Prometheus Maximus Claudius. Por otra parte, la sed y el hambre comienzan a ser insoportables. No tiene caso permanecer más tiempo adentro. No lo tiene. Decides salir. Terminas de vestirte, tomas tu bastón y echas una última mirada en el pequeño espejo. Te acercas a la puerta, corres el pasador.

La vecindad en realidad es una casona vieja situada atrás de uno de los cerros del centro. Tiene los pisos de baldosas rojas y un patio interior. Los cuartos se cierran con unas puertas de madera antiguas color verde. Caminas por el pasillo. Tu habitación está en la esquina más profunda, cerca de los baños comunales. Miras la puerta del doctor y te deslizas por el corredor, lo más rápido que puedes con tu pierna mala y tu bastón (que por cierto te ha conseguido el mismo doctor) hacia el centro del patio. Miras hacia arriba y observas el cielo azul de las tres de la tarde, después los tres pisos de la vecindad. Hay una escalinata de estilo neoclásico (eso ha dicho también el doctor) de un blanco vetusto que zigzaguea desde arriba. Avanzas hasta llegar al arco previo al portón de madera vieja. Abres la puerta hacia el exterior.

Las calles de la ciudad están poco transitadas. A unas pocas cuadras hay una fonda donde muchos de los vecinos se resguardan. Desde dos meses atrás te has acostumbrado a comer ahí. Ya se ha hecho tu rutina. Mientras caminas, observas los edificios descuidados y hasta cierto grado ruinosos. No está muy lleno e inmediatamente tomas un asiento en una de las mesas de plástico, desde donde puedas ver la calle. La mujer que atiende se acerca y pides lo del menú del día. Mientras te preparan la comida miras otra vez; intentas analizar la nueva realidad, aún después de dos meses. Y no es que te resulte completamente extraña. Sabes que eres de esta ciudad, de este sitio, de Gómez Palacio, de este país llamado México. Sabes que en el fondo eres un mexicano. Muchas veces así te llamaron, es una etiqueta que nunca se ha ido. Mexican, mexican brown, un latino, un hispanic, un beaner. Nada de eso te sorprende, incluso, hasta cierto punto, lo has asumido; la cuestión es que no esperabas volver. En todo caso, no tan pronto, a este pinche lugar, a esta pinche realidad jodida. No es la gente, no se trata de eso, sino de la sensación de encierro. Desde pequeño siempre tuviste este sentimiento, al menos en México. Por eso te fuiste: para ya no sentir la esclavitud, la nada, el hecho de ser un pinche mexicano en México. Lo peor de todo es que no sabes cómo volver, ni cuándo, ni cómo. Cuando te marchaste no fue por el desierto como mucha gente. No fue necesario sufrir lo que otros sufrieron en la Bestia o en Nogales. Hasta en eso tuviste suerte. Y eso pasa porque según tú eres distinto. Tú sí tienes algo que dar a los americanos. Es más, incluso tú sí te consideras gringo, tanto que a diferencia de muchos aprendiste el idioma. Allá en Dallas siempre hablaste en gringo, in English. De hecho te preocupaste de hacerlo desde que Wyatt te dejó vivir en su casa, con su hija. No entiendes cómo ahora estás aquí en esta pinche pocilga comiendo enchiladas rojas. Te dan ganas de pararte y gritarles a los pocos comensales y a la señora que atiende que no deberías estar aquí, que tú eres un pinche gringo, un pinche gringo que ha estado in the Army… do you understand?… fucking beaners… I’m not like you… I’m not like you… Y sin embargo, no lo harás, únicamente lo piensas (I’m not like you) mientras observas con mirada lúgubre tu derredor. Aquí eres un pinche mexicano más, un habitante del tercer mundo, de una ciudad que nunca saldrá en las noticias, más que para decir que la noche anterior han descabezado a tres sicarios. No eres de aquí, ya no perteneces aquí (I’m not like you) I was in the Army… I fought for this country. Nunca sabrás por qué, cuando los policías de migración te esposaron, no hablaste de esa manera, la lengua se te trabó y por primera vez tuviste miedo de no saber lo que eras. I’m not a beaner, not at all… ¿o sí lo eres? Ya te habías ido, ya habías salido de la jaula. Ya te habías desecho del tercer mundo, isn’t it?

*

Comes con un malestar en el estómago. La mujer que atiende no confía en ti, porque tú tampoco confías en ella; no te hagas pendejo, la verdad es que no confías en nadie. La gente te molesta. Desde que recuerdas nunca te gustó relacionarte con nadie, sino hasta que estuviste del otro lado, cuando pensabas que eras gringo. Así que esta señora te vigila. No haces caso. No tiene sentido engancharse con nadie del lugar. No es culpa de ellos, intentas creer. Lo entiendes y tratas de decírtelo en tu cabeza. Te lo dices en español, como ahora, y cuando te sorprendes haciéndolo una especie de desasosiego te asalta. Buscas pensar en inglés, lo intentas, I’m gringo. I’m not from here. I’ll be back soon. I can’t stay in this town for long… I don’t know what I’m doing here… I have to think something to get back… I’ll need to save some money… Maybe I’ll have to go to the border to find a pinche coyote… Pero la verdad es que te cansas pronto de hacerlo, porque no resulta natural para ti. Sientes que no puedes mencionar las cosas, nombrarlas, hacerlas tuyas, como si tu capacidad de ser disminuyera, como si tu capacidad de planear tu regreso a los Estados Unidos de América no pudiera lograrse si no lo haces en esta otra pinche lengua. Esta otra pinche lengua de esclavos, de cabrones como tú, como todos los que están aquí en la fonda. Si quieres idear algo tendrás que hacerlo en español, en Spanish. Ni modo, así es la cosa, compa. Al estar rodeado de esas personas, de los viejos de la vecindad, de los compañeros del trabajo en el call center, es como si esta lengua se te pegara. Te brota como algo que tuvieras muy escondido y que pensabas ya habías olvidado, y es cuando comprendes que sabes muchas más palabras de las que nunca has considerado, y te escuchas a ti mismo parlotear como nunca antes, por las noches, por las tardes, con tu pinche soledad que te carcome, debido a que te hace ver lo que verdaderamente eres, un pinche mexicano, un pinche hispanic, de bigote negro y ranchero, con el nopal en la cara, que parece sacado de una de esas pinches fotos que alguna vez viste de la Revolución. No, I’m not like that… Claro que sí lo eres, no sabes por qué en algún momento hasta te pensaste blanco. Quizá fue que durante el tiempo que pasaste en el Norte casi solamente conviviste con gabachos, con gringos güeros. Nunca tuviste aversión, como otros latinos o mexicanos, de andar con los blancos. Nunca buscaste comunidades latinas, porque desde que llegaste eso te pareció una estupidez. Fuiste de esos que aceptan cuando los gringos dicen que si quieren vivir en aquel lado deberán tomar las costumbres gringas. Así lo hiciste y así lo aseveraste muchas veces, cuando en alguna plática incómoda con los compañeros del trabajo, o con el mismo Wyatt, se tocó el tema. Para ti eso de las razas nunca fue un problema, hasta ahora. Tal vez tu error fue precisamente ese, creerte gringo, ¿cómo saberlo? Sí, eres más moreno, de pelo negro, de perfil arabesco, pero un gringo más, que habla inglés, como los que se dicen americans, bien integrado, con esposa white, casi una redneck. Al menos eso fue lo que pensaron los iraquíes los meses que pasaste en la guerra. Nunca te dijeron mexican, mientras estuviste en el servicio; para ellos eras un occidental más, un westener, cowboy, más. Quizás por eso se te olvidó que los primeros dieciocho años de tu vida no llegaste a ser otra cosa que un pinche beaner.

Sales de la fonda y te distraes un poco con lo que ves en la calle. Comienzas a sentirte mejor. La digestión surte sus efectos. Ya no estás tan cansado. No sabes la razón por la cual últimamente te sientes agotado. Quizás es el tipo de comida, el nuevo estilo de vida. Ya no haces ejercicio a pesar de tu pierna mala, ¿para qué? En dos meses tus músculos han desaparecido, la verdad es que nunca fuiste ancho. Todo carece de sentido, pero el principal problema es que no tienes energía. Es probable que por eso mismo constantemente te sientas asustado, ansioso, fuera de lugar, sin saber qué hacer ni a donde ir. Tratas de convencerte de que debes hacer una rutina, eso te dará estabilidad y recursos para volver pronto, deberás concéntrate en ello; sin embargo, la verdad es que batallas.

El doctor Prometheus Maximus Claudius te dirá que debes tener cuidado, que seguramente padecerás una especie de shock emocional e incluso ambiental, una especie de depresión, pero lo más probable es que sufrirás alguna irradiación con ondas electromagnéticas, y que por un tiempo será necesario que te lo tomes con calma. Tú no vas a creerle a ese loco, a ese viejo. Es simpático, buena persona, pero no es alguien a quien tomar en serio. Por otra parte, ¿quién puede tomárselo con calma? Mientras más pase el tiempo comprendes que será más complicado regresar.

Llegas al portón de la vecindad. El mediodía en el cielo comienza a hacerse de color rojo y la sombra de los muros en el patio ya lo abarca casi por completo. No hay nada que hacer. Nunca desde que llegaste hubo nada que hacer, en este país; en esta ciudad no hay nada, todo es monotonía, toda la gente vive como en una especie de adormecimiento. Caminas desganado con la intención de resguardarte en tu cuarto y dormir. No tienes televisión, ni internet. No te alcanza el dinero para esos lujos, menos si planeas ahorrar. Quizás eso es lo que más te fastidia. La pinche soledad. La pinche monotonía. El pinche sinsentido. ¿Qué es lo que harás? Esta tarde en definitiva no querrás especular mucho, porque entonces la paranoia volverá a atacar, la necesidad de salir corriendo, pero ¿a dónde?, al otro lado, a los Estados Unidos, y reunirte con Maggie y tu hijo. No querrás traerlo a la mente porque las cosas no funcionan así. Hay que ahorrar un poco de dinero, en primer lugar, y después planear cómo cruzar. No vas a tener de otra que pagarle a un coyote, a un guía que te pase por Nogales y te diga cómo sortear el desierto. Ya sabes lo que debes hacer, por eso no vale la pena reflexionarlo de nuevo, eso sólo te alterará como la noche anterior, y la anterior, y la anterior, y te dejará muy intranquilo, sin poder dormir, lo cual te acarreará problemas por la mañana debido a que será una larga jornada estar lidiando con gringos pendejos que no pueden conectar un pinche modem o un pinche cable. Si no duermes bien, las ocho horas del turno se convertirán en un tormento, en algo insoportable, en especial por la debilidad que te sube desde las piernas, por la espalda y hasta los hombros. Eso ya te ha ocurrido y por eso no te gustará volver a experimentarlo. Lo mejor es ya no pensar en cómo regresar a Aurora, ya no traer de la memoria eso. Ya es suficiente con pasar un día más aquí en el Norte de México. En Gómez Palacio. Sin dinero, sin nada por lo que durante diez años trabajaste y arriesgaste la vida. Ya no tienes por qué pensarlo, ya que entonces no te aguantarás las ganas de gastarte cien pesos tan sólo para escuchar por cinco minutos la voz de Margaret. Ya casi no la recuerdas, y comenzarás a dudar si la has llamado. Eso también te deja destruido. No recordar bien lo que has hecho. Lo mejor es estar en calma. Entrar al cuarto, acostarte en el catre y buscar el sueño. Aunque te sea imposible.

Y sin embargo, a pesar de que alargas la distancia, al caminar más lento arrastrando incluso el bastón, alcanzas la puerta de tu cuarto. Odias eso, porque el estatismo se instaura, ese sentimiento de encierro lo abarca todo, como una especie de atmósfera venenosa que no deja respirar. Entrar al cuarto se ha convertido en el hecho de entrar a ninguna parte, a un limbo, a un espacio sin tiempo donde dejas de existir, y donde tienes la sensación de desperdiciar tu vida en abundantes cantidades. No deberías estar aquí, te resuena en la cabeza. No deberías estar aquí, no eres de aquí. No obstante, a nadie le importa, en toda la ciudad, en todo el país, en todo el mundo, a nadie le importa.

Antes de abrir, no puedes evitar voltear a ver por unos momentos a la puerta del doctor. No te gusta hablar mucho con él por sus ideas embrolladas, pero esta tarde lo mejor es comenzar a aceptarse como uno más de todos esos muertos. Dudas. No, no quieres llamarlo. Lo mejor será no pensar, quedarse callado, como un sordo, como un mudo en el catre, hasta el día de mañana, momento en el que podrás cuestionarte una y mil veces la situación absurda de tu vida. Sí, lo mejor es eso, e incluso ya no seguir viendo hacia la puerta ni permanecer más en el pasillo para no propiciar que el doctor note que estás ahí parado, mirando hacia donde él se encuentra, dudando si tocarle, porque entonces lo llamarás sin quererlo. Volteas en dirección al interior de tu cuarto. Pero quizá tardas un segundo de más, porque sin que puedas evitarlo, del interior del otro, se oye el pasador del seguro. La puerta se abre. Al siguiente momento el doctor se para con su muleta y su mirada de profeta en el umbral. Habrás preferido saltar y encerrarte, pero no podrás. Sólo volteas a mirar a aquel hombre que desde cierta perspectiva más bien parece un loco.

WELCOME, MY SON, WELCOME TO THE MACHINE

—Pásale, pásale —dice el doctor Prometheus Maximus Claudius. Lo repite dos o tres veces porque nota la indecisión en Mark. Éste, a pesar de la desconfianza, cede a tener una conversación más porque de todos modos ¿qué es lo que puede hacer encerrado en su cuartucho, especie de celda en esa gran cárcel llamada México? ¿Qué haría, se quedaría mirando el techo, escuchando los ruidos de la vecindad, las toses, los escupitajos, los murmullos o la música de la estación de El Fonógrafo que pone, de pronto, alguno de los fantasmas en vida de aquel edificio? La tarde resulta larga, agonizante, llena de matices luminosos que se meten por la ventana; cada vez más se va oscureciendo, se va opacando mientras rememora su infancia, su primera juventud, su vida mutilada, su regreso, su deportación, su despertar. No, no quiere hacerlo, no desea estar en el cuarto, en el silencio, dejar de vivir; porque si pudiese llamar de algún modo lo que experimenta, lo llamaría así, como una antivida, no una muerte, porque la muerte libera, ya que la muerte tiene algo de glorioso (de haberlo sabido hubiera preferido morir en la guerra, en Mosul, que estar ahora en México). Se trata de otra cosa, esto cancela, no deja ser aunque siga uno siendo, ahí encerrado, una conciencia paralizada que se hace, como pocas veces, muy lúcida del tiempo. No pierde la cuenta de las horas, ni de los meses, como tampoco lo hará de los años, para volver, para ir al Norte, del otro lado del río, a Aurora, Illinois, a una hora de Chicago. Por eso, cuando ve al doctor y éste le dice que pase, se deja llevar como cuando uno intenta eludir el dolor a cambio del sinsentido. Así le parecen esas entrevistas con el doctor Prometheus Maximus Claudius.

Entra al cuartucho y el doctor ya va de regreso a sentarse en una silla destartalada cerca de la cama. Mark no recuerda haberla visto antes, pero qué importa. Libros en libreros viejos empotrados en las paredes. Libros por aquí y por allá de los más diversos temas. Novelas decimonónicas, clásicos grecolatinos en pasta dura, botánica, astronomía, electrónica, geografía, química orgánica e inorgánica, primeros auxilios, anatomía, catálogos de medicamentos, Quintiliano, Cicerón, Hegel, Kant, Kierkegaard, Marx, Schopenhauer, Heidegger, Sartre, Giordano Bruno, Santo Tomás de Aquino, San Agustín, San Anselmo, Mendelhsson, Filón de Alejandría, psicoanális, socialismo, arte, microbiología, retórica, traducciones de la Biblia, otras biblias de bolsillo, el Corán, Planck, Kepler, Descartes, Heisenberg, Schrödinger, La Place, Newton, Galileo, ufología, paleontología, meteorología, más física cuántica, política económica, todos llenos de polvo, al lado de una mesa repleta de medicamentos y, al fondo, la cama destendida con más libros y los periódicos de las semanas pasadas, y más al fondo una cocina pequeña con todos los trastos (eso sí) limpios y amontonados en el escurridor, al pie de una ventana por donde aún entra la luz de la tarde, la cual todavía ilumina un extraño cuadro, casi en el centro de una pared humedecida. Es un planeta enorme rojizo. Se acerca con su gran campo gravitacional en una oscura noche cósmica, arrastrando a otros pequeños astros hacia su orbita, como una bestia desbocada, sobre una carretera que no va hacia ninguna parte.

El doctor avanza vestido en un pants azul descolorido y con una playera gris, con un zapato podrido por el agua y un guarache respectivamente en cada pie. Avanza con una muleta en el costado derecho, despacio hasta tomar asiento en la silla. Mark se queda en el umbral. Levemente, Prometheus Maximus Claudius se vuelve para decirle.

─Pásale, pásale…

Se coloca en la silla, al dejar la muleta recargada en uno de los libreros. Mira a su visitante con ese rostro de mejillas sumidas y barba blanca y larga, de profeta, especie de Jesucristo sesentón, de ojos grises casi piadosos, desinteresados, cargados de ascetismo.

Justo en la entrada hay un pequeño sillón, ocupado por más libros, más periódicos de semanas aún previas y más medicamentos. Es el lugar de los pacientes del doctor, donde escuchan sus teorías de la medicina moderna.
Prometheus Maximus Claudius ya está cómodo en la silla con sus piernas flacas y lisiadas extendidas.

─Ahí, haz un lugar, quita esos periódicos.

Mark acata. Mueve los libros. Lee el título de uno de ellos: Carta a los hebreos. Nueva traducción de Joaquín Jiménez Echavarría. Es una edición de los años ochenta. Lo bota poniéndolo por ahí. El doctor ha advertido que el visitante echa un vistazo al ejemplar.

─Te recomiendo que en una chance leas ese título.

A Mark lo que le incomoda del doctor (ahora lo sabe) es el tono paternal. Siempre busca darle consejos.

─No lo digo sólo por la cuestión religiosa, sino para entender lo que sucede en nuestro tiempo… Si te fijas esa traducción es una edición comentada por un filólogo de la Universidad de Barcelona. La Carta a los hebreos, más allá de lo religioso, es un libro necesario. Ahí vienen muchas claves para entender el futuro. Ya, como otras veces te he dicho, algo se avecina y debemos estar preparados. Son tiempos parecidos a los del Diluvio. No podemos quedarnos dormidos. Ahí está el ejemplo de Noé. He estado haciendo los cálculos, es muy posible que suceda una glaciación dentro de poco tiempo. Todo esto ya está en la Biblia predicho y en la filosofía antigua en forma de enigma. El gobierno de los Estados Unidos está planeando una invasión a territorio mexicano.

A Mark en realidad no le interesa mucho el tema y Prometheus Maximus Claudius cambia la conversación.

─¿Y cómo seguiste con tu insomnio?

A final de cuentas, sí consulta al doctor por algunos padecimientos.

La tarde declina un poco más. La luz se torna naranja. El doctor así se ve un poco más acabado.

─¿Sí te tomaste las pastillas? ─insiste.

Se para como puede y muestra su cuerpo aún más descarnado. Intenta deambular con las muletas. En esta ocasión encuentra el frasco de pastillas pronto. Se lo extiende.

─Toma vitamina C. Tu problema se origina por exceso de radicales libres a raíz de la radiación electromagnética. La vitamina C es un antioxidante natural. Llévate el frasco y toma dos en la mañana y dos en la noche. Lo que sucede es que constantemente estamos descompensados… Ese frasco me lo mandaron del otro lado…

Mark abre el frasco y saca dos pastillas. Las ingiere y cierra el recipiente. Prefiere no llevárselo, debido a que no tiene con qué pagarlo. Lo pone en el sillón a un costado, junto con los demás objetos, aunque sabe que el doctor pedirá que se lo lleve. Por ahora sólo se trata de escucharlo, a pesar de ya saber un poco hacia donde irán sus palabras. No importa, porque la noche cada vez está más cerca y de esa manera logrará transitar una jornada más sin volverse loco, sin claudicar o suicidarse.

─…constantemente somos bombardeados por contaminantes, los cuales con la radiación, en especial la electromagnética, impactan químicamente nuestro organismo. El cuerpo busca compensar como puede. Tiene un sistema interno de balance pero si no contiene los elementos necesarios siempre está pidiendo prestado a sus reservas, hasta que se queda sin nada, y es ahí cuando empezamos a dejar de funcionar: Aparece el insomnio, la debilidad, problemas crónicos, cáncer y la muerte… Muchos doctores no saben nada de esto, no se enseña en las facultades. Sólo se ve clínica pero no estudian los procesos internos del cuerpo… Yo te lo digo porque no me quedó de otra. Como ya te he dicho, yo tuve que curarme en solitario… Si no ya estaría bajo tierra.

Mark ya recuerda que el doctor ha estado enfermo de linfoma. En el Seguro lo desahuciaron. El doctor Prometheus Maximus Claudius, aunque siempre fue extravagante, en aquel tiempo, antes de enfermar, todavía no lo parecía tanto. De hecho su cuerpo era más parecido al de un corredor de medio fondo. Ya usaba la barba larga y todavía tenía suficiente cabello en la cabeza para hacerse una cola de caballo. Daba consulta en una oficina del centro, la cual puso con un viejo conocido farmacéutico. Por otra parte, dentro del gremio de los médicos, poseía cierta fama de luchador social. Aún no lo consideraban loco, quizás un tanto idealista, iluso, pendejo, pero no loco. Se le había ocurrido luchar contra la metalúrgica más grande del país, la Corporación Q, la cual tenía una de sus plantas más importantes en la ciudad. De los cerros extraían plomo, zinc, oro, plata, magnesio. Las colonias pobres de los alrededores estaban contaminadas, los pobladores envenenados con metales pesados, niños con espina bífida, parálisis cerebral, hombres y mujeres con el índice de cáncer más alto de Latinoamérica. Al doctor se le metió a la cabeza la idea de curarlos. Demandó al Estado y a la compañía. Sólo que le vino el cáncer a él también, como una especie de maldición. Se quedó solo. Nadie le ayudó. En el Seguro ya no quisieron atenderlo, así que él afirmaba que sabía cómo curar el cáncer y quizás era cierto.

─Nadie me lo cree, pero tenlo por seguro que ya lo he hecho conmigo mismo. Yo soy la prueba de mis procedimientos. Cuando vienen aquí a verme, ya muchos vienen porque en otros lados, otros médicos, ya los desahuciaron. Simplemente les digo cómo le hice yo. Eso sí, requiere de mucha disciplina y lucidez mental. Ese es el principal problema. Lo primero que pierde un enfermo es la lucidez mental. La capacidad de actuar con lucidez.

Mark lo mira desde el asiento sin saber qué contestar. Lo primero que se le viene a la mente es que ese viejo doctor en realidad no sabe nada, que habla por hablar, por una necesidad de buscar el reconocimiento que nunca tuvo en su vida. Está ahí como un ermitaño, ya muy cerca de la muerte, y él se convierte en su único público, el único que tiene la suficiente soledad como para estar ahí escuchándolo. Jamás creyó, mientras estuvo con Margaret, ni cuando conoció a Wyatt, que su vida sería tan miserable como para tener que estar frente a ese excéntrico. Si supiera algo, como dice saberlo, no estaría ahí en ese cuartucho lleno de tiliches. Sería un hombre millonario.

─Entonces, como te digo, harías mejor en hacerme caso. Ahora estás joven. Pero no te confíes, los jóvenes también se enferman y se mueren, así, de la nada… Hace poco me enteré de uno así como tú. Le dio una neumonía fulminante. Me lo contó una de las enfermeras del Hospital Universitario, el otro día que fui a hacerme una gasometría… Hay que estar constantemente revisando el oxígeno en la sangre por las ondas electromagnéticas… Pero como te decía era un joven de 38 años. Durante varios meses no se trató un catarro, una infección en la garganta. Llegó al hospital porque ya se sentía muy débil. Pero, aun así, no creyeron que el caso fuera tan grave. Primer error que comenten los doctores de antes y de ahora: pensar que el paciente no trae una complicación. No necesitas estar tirado sin poder moverte para estar al borde de la muerte… Yo he conocido gente que trae 400 de azúcar, y andan como si nada. Hombres con tumores de tres kilos en la próstata que también andan como si nada. La cuestión es que este joven entró y lo internaron sólo porque insistió mucho que se sentía mal. Eso me lo dijo la enfermera. Pasó un día y al internista y al neumólogo se les murió. Estaban muy sorprendidos. Por eso necesitas cuidarte. Porque en especial los que se encuentran en tu caso son los que normalmente se mueren. Están solos en un lugar que no conocen, sin amigos, sin familiares, no comen bien, no duermen bien, trabajan demasiado. No me lo tomes a mal pero te he estado observando y me doy cuenta de que debes tener mucho cuidado. Tómatelo con calma, no vaya a ser que te pase lo que a mí o lo que a ese joven…

Tal parece que ya es tiempo de pararse y salir de ahí lo antes posible. No le gusta que las conversaciones se hagan demasiado personales. El doctor precisamente tiende a eso. Mark se pone de pie.

─Ya me voy.

─Sí, está bien. Pero hazme caso. ¿Cómo te has sentido? ¿No tienes debilidad? No es bueno que todo el tiempo estés en estado de alerta. A ver, muéstrame las palmas de las manos.

Para terminar pronto, así lo hace. Sus palmas escurren sudor. La verdad es que lleva toda la tarde ansioso. El doctor aunque no lo quiera da la impresión de leerlo desde adentro. I am not from this place!

─Estás secretando mucha adrenalina. Los riñones comenzarán a resentirlo…

Mark ya se va. No quiere escucharlo. Es un pobre diablo.

─Hay cuatro tipos de estrés: ambiental, emocional, laboral y electromagnético… ─continúa el doctor como si no quisiera perder la oportunidad de clarificar algo con sus visitante─. Aquí la cuestión es identificar cuál de los cuatro estás padeciendo, en el origen de tu problema…

Ya no desea saber más. Los comentarios del doctor los considera exagerados. ¿Además qué puede entender un loco como él? Ya pronto se irá del país. Ahorra dinero y le pagará a un coyote, para que lo lleve al otro lado de la frontera. Lo hará de alguna u otra forma. De algo le servirá el entrenamiento que tuvo en el ejército, aunque esté cojo y porte un bastón de viejito. Si pudiera contactar a Wyatt, tal vez pudiera ayudarlo. Se encamina a la puerta. El doctor con dificultad lo sigue y descubre el frasco de vitaminas en el lugar donde se ha sentado Mark.

─Llévate el recipiente. Tómate dos por la mañana y dos por la noche.

Mark le agradece, pero cree que no es necesario. Además no tiene para pagarle.

─No te preocupes por el dinero. Saldrá de otras consultas.

Sin embargo, no accede. Dice que no es para tanto, que simplemente ha estado un poco cansado y que pronto piensa regresar a Estados Unidos.

El doctor no contesta sólo lo mira con sus ojos grises de profeta, de ermitaño desquiciado.

Ya salen al pasillo y Mark alberga la sensación de que aquel hombre extraño posee la capacidad de mirar a través de él. Hay una pequeña simpatía. Si no intentara inmiscuirse demasiado en sus asuntos. Si no fuera tan paternal…

─Si comienzas a sentirte débil me tocas para darte las vitaminas.

¿Acaso el doctor creerá que todo el mundo está enfermo así como él? Se refleja en los otros, eso debe ser. Se nota que sufre, piensa Mark. Sí, está bien, contesta. Pero, como ya lo dijo, no lo considera necesario. Además sólo son vitaminas. Se despide del doctor y éste cierra su puerta. Vuelve a encontrarse solo y no puede evitar rememorar que está lejos de Margaret. Siempre que se encuentra así, le viene el pensamiento de Margaret. Abre su cuarto y ahí está el catre impersonal y el sitio vacío, sin nada que le pertenezca. Entra y cierra, y el silencio se hace más contundente, como si le pesara y eso, con el transcurso de los días, tal y como lo dice el doctor, lo debilita.

THE MEXICAN

When they entered Mosul the insurgents had control of the city. They had been in the camps of besiege for about two weeks. Everyone was eager. At least the American soldiers of the US Army’s 4th Infantry Division were quite restless. Coexistence was beginning to get heavy. Each time the internal squabbles became more frequent, a fact that the Mexican was uncomfortable with. The life of the gringo soldiers was pretty brutal. They drank in excess; they always exerted pressure on one of them, which they did not let go of until he gave up. Although the superiors officially prohibited this, deep down they approved and even rewarded it. The truth is that being part of the US Army did not meet his expectations. It wasn’t like what Wyatt had told him. Most of the soldiers in his eyes appeared vulgar, unfriendly, not very patriotic, although of course this was something they would never accept, even less coming from a Latino. They were not aware of honor; they did not realize that they represented Freedom, that the flag on their shirts was not just any flag. Otherwise, he would not have decided to enlist and fight; he would not even leave his house, there when he was watching television in the Chapala neighborhood of Gómez Palacio. He was there where he never thought he was going to be, because it was one of his greatest desires. He, who was a foreigner, a civilized barbarian, found the natives even more barbarous.

Texans especially disliked him. Blacks weren’t very open with Latinos either. Latinos were the worst. Strangely, with Yankees, it was different, with the Anglo-Saxons of the North who, in turn, despised the South Anglo-Saxons, of Texas and Alabama. Perhaps that is also why he found a communion, as if in them he could still see those ideals less deteriorated that without knowing why or how he believed he represented.

After the first few weeks he made friends with a soldier from Milwaukee, he was a tall and robust Yankee, a bit stocky despite training. His name was Gregory. His eyes were green and his white skin constantly flushed in the sun.

The Mexican had him as a partner in one of the teams that would storm the city. They didn’t really talk much. The infantry slept in tents installed over the desert. It was a kind of campament that served as a shelter. They turned off the lights to avoid being discovered by the enemy forces, and all slept while the personnel assigned according to a pre-established role stood guard. In the discipline of the army, the rudeness of the soldiers and the bad mood of the desert heat, they hardly spoke, they simply tried to survive, not to be the next to be harassed by a full brigade; so it happened, until suddenly perhaps by tiredness, the hostility stopped and they talked more amicably, although little. Nobody wanted to open up in that atmosphere. Nobody was interested in the other. Many of them just wanted to kill, which made the Mexican feel out of place. He carried his equipment, the gear, the camis, the M16, the helmet, to observe the desert while the assault exercises were done. It was always about repeating the movements over and over, over and over again. It was about not thinking, just reacting and thus becoming a lethal weapon. He constantly trained to assault the buildings, the city below, which each day seemed more unreal.
One evening when they were resting, he learned that Greg lived in Milwaukee.

─Yeah, I have relatives there… I don’t know if I’m coming back… I mean when I return to the States…

At first he did not tell him that he was actually Mexican. He pretended for a time that he had been born in that place with that special aura of imperialism, but his English was lacking. Not that he did not speak it the same or better way than Texans, but the jokes began to give him away, which he realized was not the case with other Latinos, with whom he preferred not to speak in Spanish. That afternoon Greg continued.

─So, where are you from?

And the Mexican no longer knew how to lie.

─Actually, I didn’t born in the States…

─Oh, so you came in while still young.

─Something like that… three years ago (he was only 22).

─Oh, that’s it.

─To tell you the truth I’m not American… at least not officially. I am fighting to be American.

─Well, if you are fighting for my country that’s enough American to me.

It is probable that, because of that phrase, the Mexican began to consider him his friend, although he continued to be just as distant as the others, just as indifferent to the world, as if they did not understand anything other different than what the gringos (including Latinos) lived in their cities, of skyscrapers, highways and free markets. Once he even heard Greg scream, when the brigade was already desperate not to go into combat:

─Let’s kill some fucking terrorist! Let’s do it, bitches!

This surprised him because he understood that for all those men, any Iraqi was equivalent to a terrorist. The orders since occupying the territory in the Red Sea had been: Kill all men from 18 to 60. And so they had. The Mexican only fired when he had no alternative, but still he did not feel Freedom. [1]

[1] Cuando entraron a Mosul, los insurgentes tenían controlada la ciudad. Habían permanecido en los campamentos del sitio alrededor de dos semanas. Todos estaban ansiosos. Al menos los soldados de la Cuarta División de Infantería del Ejército Americano estaban bastante inquietos. La convivencia comenzaba a hacerse pesada. Cada vez las riñas internas se hacían más frecuentes, hecho que al mexicano incomodaba. La vida de los soldados gringos era bastante bestial. Tomaban en exceso, ejercían presión siempre sobre uno de ellos, al que no soltaban hasta hacerlo claudicar. Los superiores aunque oficialmente prohibían esto, en el fondo lo aprobaban e incluso lo premiaban. La verdad es que formar parte del Ejército Americano no cubría con sus expectativas. No se parecía a lo que le había contado Wyatt. La mayoría de los soldados a sus ojos se presentaban vulgares, antipáticos, poco patriotas, aunque desde luego esto era algo que nunca aceptarían y mucho menos viniendo de un latino. No tenían conciencia del honor, no se daban cuenta de que ellos representaban la Libertad, que la bandera en sus camis no era cualquier bandera. De no ser así, no habría decidido enrolarse y combatir; ni siquiera salir de su casa, allá cuando miraba la televisión en el barrio de Chapala en Gómez Palacio. Él estaba ahí donde nunca pensó estar, porque se trataba de uno de sus más grandes anhelos. Él, que era un extranjero, un barbarian civilizado, encontraba a los oriundos aún más bárbaros.

Los texanos en especial le desagradaban. Los negros tampoco eran muy abiertos con los latinos. Los latinos eran los peores. Curiosamente con los yankees, con los anglosajones del Norte que, a su vez, despreciaban a los anglosajones sureños, de Texas y Alabama, se sentía mejor. Quizá también por eso mismo hallaba una comunión, como si en ellos aún pudiera ver menos deteriorados esos ideales que, sin saber por qué o cómo, creía representar.
Pasadas las primeras semanas hizo amistad con un soldado de Milwaukee, se trataba de un yankee alto y robusto, un poco rechoncho a pesar del adiestramiento. Se llamaba Gregory. Sus ojos eran verdes y la piel constantemente se le enrojecía con el sol.

El mexicano lo tuvo de compañero en uno de los equipos que asaltarían la ciudad. Realmente no hablaban mucho. La infantería dormía en tiendas instaladas sobre el desierto. Se trataba de una especie de campamento que servían de resguardo. Apagaban las luces para no ser descubiertos por las fuerzas enemigas y todos dormían mientras el personal asignado según un rol preestablecido hacía guardia. En la disciplina del ejército, la rudeza de los soldados y el malhumor del calor del desierto, casi no se hablaban, simplemente trataban de sobrevivir, de no ser el próximo en ser hostigado por una brigada completa, así pasaba hasta que de pronto tal vez por cansancio la hostilidad se detenía y se conversaba más amigablemente, aunque poco. Nadie quería abrirse en esa atmósfera. A nadie le interesaba el otro. Muchos de ellos sólo deseaban matar, lo que hacía que el mexicano se sintiera fuera de sitio. Cargaba, su equipo, el gear, el camis, la M16, el casco, para observar el desierto mientras se hacían los ejercicios de asalto. Siempre se trataba de repetir una y otra vez, una y otra vez los movimientos. Se trataba de no pensar, de reaccionar solamente y así convertirse en un arma letal. Se entrenaba constantemente para asaltar los edificios, la ciudad abajo, que cada día se notaba más irreal.

Un atardecer en el que descansaban supo que Greg vivía en Milwaukee.

─Yeah, I have relatives there… I don’t know if I’m coming back… I mean when I return to the States…

Al principio no le dijo que en realidad él era mexicano. Fingió por un tiempo que había nacido en aquel lugar con esa aura especial, pero su inglés era deficiente. No que no lo hablara igual o mejor que los texanos, sino que los chistes comenzaron a delatarlo, cosa que advirtió que no pasaba con otros latinos, con los cuales prefería no hablar en español. Esa tarde Greg continuó.

─So, where are you from?

Y el mexicano ya no supo cómo mentir.

─Actually, I didn’t born in the States…

─Oh, so you came in while still young.

─Something like that… three years ago (él sólo tenia 22).

─Oh, that’s it.

─To tell you the truth I’m not American… at least not officially. I am fighting to be American.

─Well, if you are fighting for my country that’s enough American to me.

Es probable que por esa frase el mexicano comenzara a considerarlo su amigo, aunque continuara igual de distante que los demás, igual de indiferente ante el mundo, como si no entendieran de nada más que de lo que vivieron en sus ciudades (incluidos los latinos) gringas, de rascacielos, high ways y free markets. A Greg una vez incluso lo oyó gritar, cuando la brigada ya se sentía sumamente desesperada de no entrar en combate:

─Let’s kill some fucking terrorist! Let’s do it, bitches!

Lo cual le sorprendió porque entendió que para todos esos hombres cualquier iraquí equivalía a un terrorista. Las órdenes desde que ocuparon el territorio en el Mar Rojo habían sido: Kill all men from 18 to 60. Y así lo habían hecho. El mexicano sólo disparaba cuando no le quedaba alternativa, pero aún así no sentía la Libertad.

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Alfredo Loera

Alfredo Loera

Alfredo Loera (Torreón, 1983) es Maestro en Literatura Mexicana por la Universidad Veracruzana. Inició sus estudios de literatura en la Escuela de Escritores de La Laguna. De 2009 a 2011 fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas. Publicaciones suyas han aparecido en revistas como Casa del tiempo, Círculo de poesía, Fundación, Pliego 16, Ad Libitum, Este país, Siglo Nuevo. Sus libros son Aquella luz púrpura, (2010, 2017, 2023); Wish you were here, (2019, 2023); Guerra de intervención (2022), disponibles en Amazon como ebook o libro impreso.

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