CAPÍTULO PRIMERO
UN INSULSO VIAJE EN CHAPALOVE
Esta es una de esas raras veces en que el chámion no va tan lleno y yo no estoy presionado de dejarle el asiento a ancianos cerillitos, a inválidos pediches o a señoras gordas que se suben con mandado y niños. Además, el ChapaLove me arrulla a volantazos y los rayos del sol entran por la ventanilla y se me clavan en los ojos haciéndome soñar.
Entre párpados puedo ver que el chofis, vestido con su playera del Santos, le da la mano a la fodonguibuena que va sentada a su lado sobre una tina de pintura. Como que sueño que el chofis es un príncipe guerrero que conduce a su princesa de ruta al TSM. Pero también sueño que el chofis le rasca la palma de la mano con el dedo de en medio avisándole de una próxima cochada cochinota. Pero también sueño que la fodonguibuena, al dejarse tomar la mano así, está marcando territorio por si hubiera alguna lagartona que pudiera ofrecérsele al chofer. A medio despertar veo que ella, más bien, le está quitando los billetes para enredárselos en sus dedos, y que el chofis, por tener las dos manos ocupadas, deja de controlar la música del estéreo. Las enormes bocinas empotradas en los asientos de atrás refrescan el ChapaLove con las mentoladas cumbias de Tropicalísimo Apache. Me despierto totalmente. Ahora sí que qué me importa morir si ya ando en el cielo cumbianchero, me digo, y empiezo a marcarla con las manos y muevo mis patitas al ritmo del tun, tun tun, tun.
A unos asientos atrás de mí se escucha que se abre un bote de cerveza. Y mi boca se abre solita como si pensara que es para ella ese amargo sabor de metal. Para nada es extraño que la gente de Gómez Palacio se suba a los chámions con un seicito en sus mochilas, ni que lo saquen a la mitad del camino, ni que abran los botes, ni que los dejen reposar en medio de sus piernas haciendo que a la ciudad se le conozca como la de los huevos fríos.
Me merezco una congelada de tanates, me digo. Y me veo, como a eso de las nueve de la noche, terminando mi turno en la gasolinería de la Hidalgo y Miguel Alemán, yendo a comprar mi seicito al O Por Por O que está en el mismo territorio inflamable. Las dos ñoras indecentes que atienden el O Por Por O ya saben que tengo los 18 pero de todos modos me exigen mi recién sacada credencial de elector. Ellas están ahí desde medio día hasta la noche. Una, la más chaparra y prieta, siempre se hace pendeja dizque haciendo cuentas en la segunda caja. La otra, más alta y más blanca, despacha en la primera caja. Las dos tienen algo en contra de los hombres pero no he adivinado qué.
–¿Tan pedote desde chiquito? –me pregunta la blanquialta mirando mi seicito con desprecio, como si no quisiera pasarlo por los infrarrojos.
–Tenía que ser hombre –me dice la gordiprieta que reparte sus ojos en mí y en sus larguísimos tickets.
Muy a duras penas les doy las gracias y les pago con muchas moneditas porque casi siempre les hace falta el cambio y a mí, ese cambio me hace mucho bulto en las bolsas de mi pantalón.
Este chámion ChapaLove está muy pinche. Es, yo creo, desde antes que yo naciera. Los asientos se mueven, el piso de fierro se hunde bajo mis patitas, y parece que no tiene amortiguadores porque, cada que pasa por un bordo, los pasajeros saltamos hasta el techo. Pero de noche, éste y todo Chapalove se encienden. Por dentro se prende una luz roja que te ilumina y a la vez te hace invisible cuando llevas la cheve de tus huevos a tu boca. Y por fuera, una serie de luces navideñas dibujan su silueta y hacen que el chámion parezca una luciérnaga revoloteante.
Para llegar a esa hora de la noche, primero hay que despachar la gasolina durante ocho horas, decir “ceros” a cada rato, limpiar parabrisas, preguntar si el pago es en efe o con tarjeta, entregar el ticket y, por último, hacer el corte de caja. Después de un año de hacerle así, el jale se pone facilito y el turno se va de volada.
En la cuna de fierro viene Kevin, mi vecino y compa. Está en el asiento delante de mí doblando su cuaderno de literatura como si fuera un tubo. Como yo, trae en su mochila su uniforme de trabajo hecho la más horrenda bola. Me mira por el tubo con su ojo derecho de color azul.
–No sé qué tengo en los ojos que puros cabrones veo –me dice.
–Soy espejo y me reflejo y tengo cara de pendejo –le contesto.
El Kevin y yo hemos estado juntos en la 18 de Marzo desde el kínder hasta la prepa pero nos separamos en el último día de clases. Yo, con la prepa terminada sin irme a ningún extraordinario, me paso las mañanas en casa nomás mirando la tele, y él se las pasa en los salones de la escuela tomando asesorías para no tener que repetir el año.
–Hoy aprendí una nueva palabra en la asesoría de literatura –me dice–. Insulso. Fíjate cómo se usa: el ChapaLove es insulso, las de Apache son insulsas, tu mamá es insulsa.
–¡Cabrón! ¡A las de Apache me las respetas! –le digo–. ¿Qué significa insulso?
–Insípido.
–Ah… Oye, Kevin –le digo–, ¿dijiste que yo soy insulso?
–Eres más insulso que la escarcha del congelador.
–¡Pues tú mamá no dice eso!
Me pega con el tubo de papel como si en verdad quisiera partirme la chompa. En realidad, su mamá no me gusta. Primero, porque es gorda. Segundo, porque es de la edad de mi mamá y a las dos les cuelga la carne debajo de los brazos. Tercero, porque yo estoy bien clavado con mi Fláis… Mi Fláis… Ella tiene las piernas tan flacas que te hacen decir “qué equilibrio”, un cuello con muchos lunares que te hacen decir “pareces Triki Trakes”, y unos tiernos 15 años que te hacen decir “me cae que sí te espero, pero no tanto, mi amor, ¡métele turbo a ésa mayoría de edad!”.
El Kevin ya me despeinó a puros tubazos. No entiendo por qué le duele tanto que le insulte a su mamá si él la odia más que a los extraordinarios que tiene que presentar. Hace un mes, cuando le avisó que había reprobado todos los semestrales, la ñora le prohibió salir de fiesta y lo condenó a tomar las asesorías y a trabajar en la gasolinería conmigo. Yo tuve que hacerle el paro con Premium, el gerente del territorio inflamable, para que lo dejara trabajar. Porque ahí no dejan entrar a cualquiera. Te hacen antidoping, estudios socioeconómicos y se aseguran de saber en dónde vives. Por si alguna vez se te ocurre llevarte lo de la venta del turno, te caen en tu chante con los soldados que te meten una chinga, y con los de RH que te meten una quemada en cualquier trabajo que quieras agarrar después. Eso le pasó, me dijo Premium cuando entré a jalar, al que estaba antes que yo, un pinche raterillo que robó en su primer día de chamba.
–¡Ya, güey! –le grito–. Estoy jugando. Es más, tú jefa me cae gorda.
–¡Dame cinco, pues!
Volteo al frente y veo subir al payasito camionero que me hace temblar con sólo ver su traje de retazos, su carita blanca sudando gotas de prietez, su rojísima boca estirándose hasta las orejas y sus ojos encerrados en triangulitos negros. No me puedo mover y Kevin me mira por el tubo de papel con su ojo de color azul. Se ríe más de mí que de los chistes sin gracia que cuenta el payasito camionero. No puedo ni voltear hacia la ventanilla para evadir esa mano envuelta en guantes que me exige una moneda.
–Discúlpenos, carnal –le dice Kevin–, se me hace que ni traemos dinero ni valor. Mi compa es un poquito payaculo. ¿No le quiere dar un abrazo pa’ que se le quite el miedo?
El payasito camionero se baja del Chapalove echando madres por haber juntado unos pesillos y yo, por fin puedo moverme. Respira con normalidad, me digo. Relájate, Eliseo, me digo.
–Oye, Kevin, ¿sabías que Apache no tiene cumbias tristes? –le pegunto–. Sí tiene alguna que otra cumbia de las que te hacen pensar, como esa que dice que todo fue diversión al correr bajo del sol…
Otra serie de tubazos de papel me dan en la cabeza. Es que el papá de Kevin es guitarrista en siete grupos versátiles que tocan las de Apache. Como siempre dice que no le pagan luego luego, se hace pendejo con la pensión alimenticia. Y su mamá se enoja con Kevin por haber nacido de un músico, y lo amenaza con enviarlo a vivir con él, pero su papá no lo acepta porque, ha dicho Kevin, trabaja de noche y duerme de día y no tiene tiempo para estar con él. Está difícil comprender el odio cumbianchero de Kevin, me digo cuando estoy siendo retacado debajo del asiento del ChapaLove a punta de tubazos de papel.
–¡Oye, Eliseo! ¡Hay que bajarnos ya! –me grita–. ¡Nos estamos yendo pa’ Torreón!
Me levanto y me asomo por la ventanilla. Kevin tiene razón. Hay que bajarnos. De todos modos, me digo, el chofis ha recuperado el control del estéreo y ha desvanecido de la cuna ChapaLove las Apachingonas cumbias mentoladas.
Ya estamos a punto de bajar y la fodonguibuena extiende su piernota para detenernos. Veo que sus piernas se pierden bajo un short afelpadito que seguramente atrás ha de decir “juicy”.
–Pérense, pérense –dice–. Falta el pasaje de su otro compa.
–¿Cuál otro compa? –le pregunto con miedo de que el chofis se encabrone por alzarle la voz a su princesa.
–El que se subió después de ustedes –dice.
Kevin y yo miramos hacia adentro del ChapaLove buscando al que se subió después que nos. Hay diez gentes. Dos ñoras echando chisme bien sentaditas juntas, el albañil que me inspiró a beber desde temprano y dos mujeres tarahumaras con sus tarahumaritos que corren y corren por el pasillo del chámion.
–¿Cuál compa? –pregunta Kevin.
–Un rubio que a cada rato se sonaba la nariz.
–¡Moquiento! –grito– ¡Pinche Moquiento!
–Al subir me hizo las señas de que ustedes iban a pagar. Y al bajarse allá, en la gasolinería, me volvió a hacer las mismas señas. ¿Van a pagar o qué? –nos pregunta la fodonguibuena con la oreja del chofis entre dientes.
El ChapaLove se encamina a embarrarse contra un semáforo y nos, empezamos a temblar, pero el chofis agarra el volante con una tierna caricia y acomoda el chámion en un carril libre de peligro.
–Casi chocamos, Kevin –le digo–. ¿Estás temblando, choqueculo?
–Ya cállese, güey. –dice Kevin–. Páguele aquí a la señorita.
Ni modo, me digo, tengo que darle estos pesitos de emergencia que siempre cargo en las bolsas del pantalón.
Desde el estacionamiento del Martin’s se ve el territorio inflamable a una cuadra. Pero esa cuadra es larguísima. Son como dos cuadras en una y hay que correrlas para no perder el bono de puntualidad. Sacamos el uniforme de la mochila y deshacemos la horrenda bola. Nos ponemos el pantalón encima del short que usamos y decidimos ponernos la camisola en la siguiente esquina.
–A que te gano –dice Kevin.
–A que no –le contesto.
El Kevin sí es más alto que yo y da las zancadas más largas, pero también es medio torpe. Nunca puede ponerse bien las playeras, mucho menos la camisola del uniforme. Por eso creo que se va a entretener en la siguiente esquina y que yo le voy ganar.
Yo llegué dentro del tiempo de tolerancia y Kevin dos minutos más tarde, con la camisola colgando de su brazo izquierdo. Aunque las despachadoras están solitas, Premium nos truena los dedos para que nos demos prisa.
Premium no es un ñor ya ruco pero lo parece. A sus veintitantos ya lleva dos separaciones y cuatro hijos. Alguna vez me dijo que empezó a trabajar en el territorio inflamable siendo un poquito más joven que yo, hace varios años. Fue el único jale que encontró luego de preñar a su novia de la prepa, de la que se separó al año. Y ha sido su único trabajo hasta hoy porque luego luego embarazó a su ex cuñada de la que se separó seis meses más tarde. Después del nacimiento de su segundo hijo, tuvo una falsa reconciliación con la primera y le hizo el tercero, sin arrejuntarse oficialmente porque andaba reconciliándose falsamente con la ex cuñada, a la que le hizo el cuarto bastardillo. Así fue como se esclavizó a la gasolinería que le paga lo suficiente para repartir su sueldo en cuatro pensiones del 15 por ciento. No trabaja doble turno ni tiene otro jale porque le aumentaría el porcentaje. Eso sí, se da congelada de tanates en el ChapaLove con las propinitas que le dejan por limpiar los parabrisas, calibrar el aire de las llantas y checar el nivel de agua y del aceite. Ese dinerito no se le descuenta de la nómina. Él ya no quiere tener otra mujer, me dijo alguna otra vez, porque ha dejado de creer en el amor. De tanto no creer en el amor se le deformó la cara. Parece que siempre trae en la nariz un pedacito de caca.
–¡Órale, Roja! –le gusta decirme Roja.
–A la orden, Premium –le digo.
–¿Qué hay que hacer o qué? –pregunta Kevin.
–¡Quita estos pinches papelitos que están pegados en la despachadora! Tu noviecilla, Roja, me pidió permiso de pegar estas madres aquí, para que las leyeras.
A Premium se le deforma la cara todavía más gacho cuando ve que alguien ama a alguien. Así le pasa cuando llegan carros o trocas con parejitas que se tardan en decirle cuánto porque están a beso y beso. También se enmonstruece con mi Fláis… mi Fláis… porque ella tiene la costumbre de dejarme mensajitos de amor en papelitos de colores cuando tiene que entregar algún pedido de comida por este rumbo.
Premium se va y se lleva a Kevin, al que le dice Verde, a la otra despachadora. Yo quito los papelitos de mi despachadora y los leo de volada en lo que me llegan clientes.
Alguien sorbe los mocos detrás de mí. No necesito voltear para saber que es Moquiento.
–Eh, Roja –me dice–, vino tu morrita, ¿verda’? Eh, ¿andaba entregando comida por aquí, ¿verda’? Eh, ¿por qué no te trae comida? ¿A poco el DiDi no le da chance de robarse una comida pa’ que te quedes tú con ella?
Ahora sí volteo a verlo. Se está relamiendo las trompas, no sé si porque tiene hambre o porque ya se le antojó mi Fláis… mi Fláis…
–Eh, anda en su bicicleta, ¿verda’? La vi con su mochilota en la espalda. Ta’ tierna la morrita pero si le echa ganas, igual y se le ponen buenas las piernillas.
Yo no sé tirar putazos porque Kevin siempre se ha peleado por mí. Pero hoy, ahorita mismo, tengo el chingo de coraje con Moquiento. El primer putazo va a ir en su ojo derecho, me digo.
–¡Pinche Moquiento! –grita Kevin desde su despachadora todavía sin clientes– ¡Nos cobraron tu pasaje, cabrón! ¡Nos debes 13 pesos!
Kevin ya viene encabronado pero le llega un mamamvóvil a cargar. Él se regresa a atenderlo. Con un sorbido de mocos Moquiento desaparece de mi vista y lo veo haciéndola de abre abre en el O Por Por O. Desde que lo conocemos se la pasa ahí. Entra un cliente, él le abre la puerta. Otro cliente quiere salir, él le abre la puerta. Yo jamás he visto que le den propina pero ahí se la sigue pasando. Las ñoras indecentes lo detestan no tanto por ser hombre sino más bien porque tiene un aspecto raro. Ellas se fijaron antes que yo que Moquiento siempre trae la misma ropa. Un pantalón sucio, una camisa desgastada pero muy amplia en la que esconde una botellita con resistol amarillo. Pero ellas no lo pueden correr de ahí porque, como les dijeron alguna vez los soldaditos color de lama, no está haciendo nada malo.
Justo ahora me llega la patrulla de soldados. Tengo que alejarme porque siempre que le caen al territorio inflamable, me da miedo de que lleguen los contras, los revienten a balazos y que de paso me revienten a mí. Pero no sé adónde irme.
–¡Oye, insulso! –me grita Kevin–. ¡Vente para acá!
Voy con él en lo que los soldados se despliegan alrededor de la patrulla.
–¿En dónde te imaginas que andaban los lamosos? –le pregunto a Kevin que ya terminó de despacharle al mamamóvil que casi se arranca sin pagar.
–En un topón, yo creo –me dice–. Mira todos esos agujerotes que trae atrás, adelante, a los lados.
A cada rato los soldados estrenan patrullas pixeleadas de color arena o de color verde, pero les dan en la madre luego luego. Cuando no traen rotos los faroles traen caído el tumbaburros, o la carrocería abollada o llena de balazos. En esta, verde, han de haber tenido un topón con los contras hace poco. El día que caiga un soldadito habrá de ser porque se lo merecía, me digo en lo que nos escondemos detrás de la despachadora de Kevin. Los lamosos son bien culeros con la raza de aquí. Nomás porque te ven con la vida no jodida por las armas, te levantan cuando te agarran caminando solito por las calles, y te trepan a la caja y te meten unas patadillas y unos zapes en la nuca, y luego te ponen la bota en el cuello y te preguntan si sabes en dónde se mueve la droga. Cómo no sabes nada, te tiran bastante lejos de donde estabas, no sin asustarte con sus rifles a la altura de tus ojos. Y ahí está que uno tiene que caminar el chingo más.
Eso nunca me ha tocado a mí ni al Kevin, pero sí a dos que tres vecinos de por el parque. Lo que sí nos ha tocado, son succiones bien cabronas de gasolina que casi nos dejan sin nada que vender y sin propina, porque a ellos les gusta despacharse solos.
Veo que un lamosiento va al O Por Por O y que Moquiento le abre la puerta antes que llegue.
–Otra vez se están saludando como si fueran compas –me dice Kevin.
–A lo mejor sí son y por eso no lo corren –le digo.
Estoy pensando en las ñoras indecentes. Han de estar ahorita escondidas detrás del mostrador porque también tienen miedo de que alguien llegue, reviente al lamoso y de paso a ellas. Lo bueno que es medio día y no de noche. Porque en las noches se dan las balaceras en los O Por Por O y en todos lados. Además, qué bueno que es entre semana. Porque si fuera fin, los lamosos ya les habrían tumbado botellas de tequila, cigarros, hielo y refrescos, para llevárselos al cuartel que pusieron en la estación de bomberos en la zona industrial. Porque ahí tienen citas románticas con putillas. Eso yo no lo he visto pero sí un taxista Alianza que me llevó al jale una vez que se me pasó el ChapaLove. Según el taxista, lleva de tres a seis putillas del Nuevo Arizona hasta el cuartel en donde los soldados ponen mesas con mantel, velas y rosas, y colchonetas en el piso con sábanas brillantes.
Veo a Kevin temblar. Hago que se siente en el suelo. Él no lo dice pero pienso que piensa como yo. Debemos dejar de movernos para no llamar la atención de los lamosos que todavía tienen el descaro de enojarse cuando uno les demuestra miedo. Casi estamos a punto de abrazarnos, no por jotos sino porque queremos consolarnos.
–¿Sabes qué, insulso? –me pregunta Kevin–, ¿sabes qué? Hay que valorar la vida. Estos lamosos me tienen hasta la madre metiéndome miedo cada que vienen, y yo quiero ser feliz. Vale verga que tenga que trabajar aquí hasta que termine el tercer año. ¡Vale más verga que no pueda salir de fiesta! ¡Voy a hacer peda en mi casa este fin! ¿Le caes, insulso?
–A huevo –le digo–. ¿No te la va a hacer de pedo tu mamá?
–Es que ella también va a tener peda el fin y ya te la sabes…
La mamá de Kevin arma sus cotorreos cuando no tiene jale de mesera en algún bar del Paseo Morelos. Y el desmadre que hace con sus compas ñores es tan chido que se le olvida que Kevin es hijo de músico y hasta le picha sus caguamas, y a nosotros, los compas de la cuadra, también porque le hacemos coro cuando canta “hacer el amor con ocho, sí, sí, sí”.
–¿Y de ir quiénes iríamos? –pregunta Moquiento sorbiéndose los mocos–. Ahí están mis diez varos pa’ una promo.
–¿Cómo le haces para aparecer sin que te veamos venir? –le pregunta Kevin entre dientes– ¡Tú no estás invitado! ¡Puro cuaderno de doble raya, no hojas sueltas! ¡Y píntale a la verga!
–Ya no le digas más cosas, Kevin. Lárguese de aquí, Moquiento, que ya mero nos ponemos a jalar.
Así de rápido como apareció se larga al O Por Por O a seguir abriendo la puerta.
Los lamosos ya se fueron. Me regreso a mi despachadora a ver si no está vacía y Kevin se pone a acomodar los aditivos en su estante. Miro alrededor. No parece que pronto caigan clientes. Para nada es extraño que los carros no se acerquen cuando hay una patrulla lamosienta cargando gas. Todos los conductores de la ciudad tienen miedo de acercarse y de que llegue un contra que haga estallar el territorio inflamable junto con ellos. Por eso esperan quince minutos o más a la vuelta de la esquina.
En lo que pasa ese ratito y se me desaparece el miedo de la piel, leo los mensajes de mi Fláis… Mi Fláis… Ya tengo adónde llevarla pa’ echarnos unas caguamas banqueteras, me digo. A ver si en la casa me prestan el carro, me digo, no vaya siendo que la ponga en riesgo por andar de noche a pie.