Tratado de la desesperación

A través de los ojos de un ave nocturna, desde lo alto podemos observar el resplandor amarillo de las aguas. Fluyen oscuras en el canal de riego. Los arbotantes melancólicos iluminan el camino de piedras, suburbano, a las orillas, pero sobre todo crean el relieve para trazar las olas y la espuma tóxica. Hay en el cauce una fetidez de óxido. Planeamos y ahora nos acercamos hacia el puente. De vez en cuando algún automóvil transita por la estrecha carretera, y con sus faros modifica el color ámbar de la noche, y proyecta una delgada sombra sobre la corriente con un fondo blanco. Al detenernos, descubrimos el origen de la silueta. Es la figura de un adolescente.

Mientras retomamos el vuelo a las alturas, el muchacho continúa sentado en la margen, con sus piernas colgando sobre la espuma. Quizás ya está acostumbrado a la peste, o quizás sus pensamientos lo mantienen absorto. De cualquier manera, el transitar de los coches a sus espaldas no lo perturba. Columpiando sus piernas, recubiertas por sus jeans y sus botines viejos, se concentra en el flujo de la noche.

El agua le atrae. No es la primera ocasión que se sienta a mirarla. Esa agua casi negra, pestífera, llena de tóxicos, de químicos de la industria, llena de ácidos, de perros muertos; esa agua urbana repleta de cadáveres, de asesinatos y de cuentas pendientes; agua llena de motores, de pistones inservibles, de aceite y gasolina; agua que sería capaz de generar un incendio, de arrasar por completo la ciudad, pero ojalá no sólo eso, sino con todo el mundo, pero en especial con su cuerpo, con su mente, su dolor.

Desea con todas sus fuerzas que esa agua, encauzada por el hormigón del medio túnel que crea el canal, se lleve su agonía, así como se lleva a los perros muertos que los aledaños lanzan a sus profundidades para deshacerse de lo pútrido.

Y, sin embargo, nunca determina por dejarse caer. Algo siempre lo detiene, quizás es la necesidad de venganza. La necesidad de asesinar a su padre. Se siente tan débil. Por eso se escapa de la casa y camina las diez calles y recorre el tramo del boulevard hasta el camino de terracería, para encontrase con la corriente.

Le resulta alucinante, como un océano luminoso, capaz de contener un submarino, que atravesara en silencio la oscuridad, debajo de las carreteras, en el subsuelo; agua de petróleo, y que, no obstante, es agua, y de algún modo lo tranquiliza. Por ello busca encontrar su enigma, como si en él pudiera comprender algo de la muerte, que él ya conoce, y que jamás le será posible resistir, a pesar de saber de su amargura.

Siempre camina a sus orillas, por las piedras, resguardado a su vez por los anchos postes de la alta tensión eléctrica que alimentan la urbe y en especial la zona de las fábricas, ya muy cerca de su rumbo. Así anda el kilómetro y medio, con sus pasos ligeros y con su cabeza repleta de crímenes y de una abstracta necesidad de desaparecer. Permanece en el puente, en el estrecho sendero para los transeúntes.

Se queda por mucho tiempo viendo la corriente, a tal grado que de pronto de la manera más inesperada un ave nocturna planea sobre el caudal en búsqueda de alguna presa. Nunca la encontrará; ese río urbano en sí mismo ya es un río muerto. El ave nocturna al cabo de un segundo se aleja para perderse más allá del resplandor amarillo de los arbotantes.

*

Nunca piensa otro método. Quizás porque en esa muerte hay una reminiscencia de la vida con su padre. Por la tarde, tienen una nueva discusión. Aunque los temas varían, en el fondo siempre se trata de lo mismo. Ambos sin saberlo extrañan a la madre y a la esposa. Desde su muerte un año atrás les ha sido imposible comprender al otro. Son dos enemigos en la misma casa, la cual, desde el primer instante de ser abandonados junto al cadáver, comenzó a derruirse, a convertirse en un lugar inhóspito, una especie de baldío lleno de escombros, como si todos los objetos se hubiesen convertido en basura, en cosas inservibles, que se van acumulando sin orden ni sentido. El muchacho tiene la sensación de que él mismo es una especie de tiliche, de objeto despreciado y roto. De tal modo que se pasa gran parte del tiempo echado en la cama destendida, mientras su padre se trepa a la camioneta de su supuesta empresa a trabajar.

Cuando regresa, al cabo de 10 o 12 horas, al hombre le resulta insoportable la pereza de su hijo. No son pocas la veces que lo encuentra dormido y, sin que el chico se dé cuenta, lo jala del cuello y hombros.

¡Ya me tienes hasta la madre!

Despierta sin saber bien a bien lo que pasa, ni la razón de la ira de aquel extraño. Luego es lanzado hacia la pared. Cae en el rincón después de golpearse los brazos y la espalda. Aturdido, mira hacia el suelo, se queda un segundo sin reaccionar hasta que advierte que el hombre, el extraño, el traidor asesino de su madre, se acerca para darle una patada en el rostro, que él por puro instinto siempre alcanza a cubrir con sus brazos. El traidor sale entonces de la habitación y se pierde en los pasillos, mientras él contiene la rabia en el piso sin saber qué hacer.

Ahí tirado sólo lo escucha deambular por los cuartos. Entrar a la cocina, comer algo, abrir una lata de cerveza y luego pasarse a la sala y encender la televisión.

La casa no es muy grande y quizás por eso la presencia de su padre le resulta aún más insoportable. No obstante, es curioso que no note cuando sale de su cuarto para escabullirse por el pequeño pasillo hacia la puerta principal. El hombre se queda tan ensimismado con los programas. Quizá simplemente se alegra de que su hijo se vaya por unas horas.

*

El adolescente nunca puede definirlo, pero lo cierto es que él también al empezar a caminar por el asfalto está mucho mejor. La respiración es más natural. Ya no le tortura la pesadez en el pecho, aunque sea por un corto lapso hasta que sin remedio se acuerda de la muerta.

Esta ocasión las cosas no son distintas. A no ser porque quizás hoy sí tomará la decisión de ahogarse. Por un momento le alivia la idea de diluirse en la espuma. Ya no estar en este mundo absurdo. Su padre lo ha golpeado en el rostro. Otro más de los ataques de ira. Su labio inferior está hinchado y las lágrimas secas le manchan los pómulos. No quiere tener un empleo. Mucho menos estudiar. No después de lo que ha ocurrido con ese hijo de la chingada. No después de la firma del préstamo. El cabrón se olvida que a final de cuentas todo lo que utilizan, todo lo que comen, todo lo que se tragan, lo hacen a sus expensas. Todo ese dinero no es de nadie más, sino suyo.

Después de gritárselo es cuando su padre le da el golpe. Tal vez no ha sido muy fuerte, pero lo que más rabia le da es lo humillante de todo.

No se te olvide una cosa: Aquí yo soy el jefe.

Se lo dice mientras el muchacho se toma la cara con las manos y busca retomar el equilibrio. Desde ese momento hasta ahora no puede dejar de repetir en su cabeza: ¿Acaso quiere que lo mate? ¿No se da cuenta que si me decido a defenderme no voy a parar hasta que lo asesine? ¿Hasta que le saque de la cabeza los pinches ojos? Mientras mira el agua negra no deja de preguntárselo. Es increíble que el hijo de la chingada no comprenda la gravedad del asunto. ¿Quiere que lo asesine? ¿Con la muerte de su madre no es suficiente? ¿Con la maldita muerte de su madre no basta?

Se agarra los cabellos como si quisiera arrancárselos. Mira al canal de riego. Se pone de pie para tirarse, y está a nada de hacerlo, y, sin embargo, el barandal estorba al primer impulso y se ve obligado a treparlo. Esos segundos de más le acentúan el pánico. Un mero reflejo lo detiene, y sentado sobre el travesaño vuelve a mirar hacia el horizonte del canal. Observa esa agua amarilla. Piensa que tarde o temprano tendrá la manera de vengarse. De algún modo podrá recuperar alguna parte del dinero. ¡Y pensar que la justificación de la deuda fue el tratamiento de la muerta! No sabe si él es un asesino. Sólo adivina que su padre no entiende que con esas actitudes sólo hace que desee venganza. Esa estupidez no deja de humillarlo. Le humilla ser hijo de ese imbécil.

Ya parado atrás del barandal se limpia el rostro con las palmas y con la lengua se toca la herida del labio. Saborea su sangre. Luego, se queda atónito, observando el brillo ámbar de la luz en la corriente y, justo cuando considera que lo mejor por esa noche será regresar hasta muy tarde, mira de nuevo hacia la orilla.

*

No es un transeúnte más. No es alguien que pasa, como otras veces. No es nada de eso. La muchacha también mira la corriente. Está en el camino de terracería, a unos treinta metros. ¿Qué estará haciendo esa desconocida ahí? Sin saber la causa, le avergüenza que haya ido con la misma intención de ahogarse. Quizás por eso se le hace familiar, como si ya la conociera de antaño, casi como si supiera de ella en otra vida. Tiempo después así se lo dirá, aunque ella siempre le rechazará la idea. Sin embargo, esa familiaridad le permite regresar los metros del puente y bajar por el terraplén hasta el camino de piedras. No corre, no quiere alarmarla, ni siquiera que lo vea. Llega junto a ella en cuestión de unos instantes.

Es alta. Incluso un poco más que él. Hermosa, de cuerpo delgado, aunque con cierto poder atlético, de piernas fuertes y caderas anchas, como si fuera una gacela. Viste tenis blancos, jeans y una playera roja. Sus brazos son largos, de manos delicadas pero fuertes. Está distraída mirando la corriente, y el chico, por su parte, admira su rostro de perfil. Lleva el pelo corto y eso acentúa la delicadeza de su cuello y mejillas. Sus ojos resplandecen negros. Sin que pueda hablarle, ella se vuelve hacia él. Su nariz es pequeña y sus pómulos altos, de rostro redondo pero esbelto; de boca grande y anchos labios.

El adolescente cree que se asustará al descubrirlo ahí, pero no es así. Lo mira con ironía y luego continúa mirando el agua. ¿Qué hace ella ahí? Después de unos momentos en los que se quedan en silencio, parece responder.

No creas que no te he visto. Te quedas ahí viendo por un rato. Vienes aquí seguido. ¿Por qué lo haces?

¿De qué habla? ¿Quién es ella? No deja de mirarla perplejo.

Deberías hacerlo. No pensarlo demasiado. Pensar demasiado no ayuda para hacer las cosas.

Su voz es algo grave. Le parece extraordinaria. ¿Qué es lo que dice?

Pero no creas. Es difícil. Yo también iba a hacerlo. Venía con la decisión de tirarme. Pero llegaste y me interrumpiste. Ahora estoy completamente distraída. Matarse requiere de cierta concentración. Ahora no podré.

Está pasmado. Nunca ha conocido a una mujer así. Nota que es un poco más joven. Quizás tiene dieciséis o diecisiete. Pero, por otro lado, es más autónoma, más sabia. Entiende que ella conoce cosas que él ignora por completo, pero por eso está fascinado. El temor de ahuyentarla lo mantiene en silencio.

A ver, dime ¿cómo te llamas?

Martín.

¿Martín qué?

Martín Arévalo.

Yo soy Ruth.

¿Y qué haces aquí?

Eso que dijiste.

¿Qué cosa?

Iba a tirarme al agua.

Ah, o sea que sí leí bien tus movimientos.

Allá en el puente donde se hace la espuma, por los pilares. Ahí creo que es mejor lugar para ahogarse. Huele bien gacho.

Ruth mira hacia el sitio que Martín señala con el dedo.

Tienes razón. No lo había pensado. Hum… no eres tan tonto después de todo.

Martín advierte que hay un leve cambio en la actitud de ella. Se siente más en confianza. Por su parte, él comprende que en realidad ella piensa que habla con un imbécil.

¿Y por qué no lo hiciste?

No sé, porque no.

Te dio miedo.

¿Y por qué ibas a hacerlo?

Porque no quiero matar a nadie.

Los suicidas son asesinos tímidos… Puede ser que me caigas bien…

Inesperadamente, ella se le acerca. Lo toma del brazo de tal modo que empiezan a caminar por la orilla. Parece que él la guía, que ella se apoya en su brazo. Pero es lo contrario. Martín percibe el aroma de la chica. Sus propias manos le sudan en abundancia. Nunca ha estado así con nadie. Ella al parecer se da cuenta, pero no está seguro.

¿Y tú por qué ibas a hacerlo?, se anima a preguntarle.

Ruth se queda un instante sin decir palabra, se sorprende de que, a pesar de que batalla, Martín puede hacer progresos.

Eso no importa.

Continúan caminando por varios metros en el camino de piedras. Martín con todos sus sentidos percibe la delicadeza corporal de Ruth. Le sorprende el contraste de la personalidad. Está como hechizado. Ella le toma la mano sudada. Cuando comienza a escurrir en exceso, la chica no puedo evitar hacer la observación.

Te sudan muchos las manos… Eso puede ser una ventaja o una desventaja.

Luego se detiene y hace que Martín se ponga frente a ella.

A ver déjame verte bien… No estás tan mal. Tienes unos ojos de pingo. A ver sonríe. Déjame ver tus dientes. Un poco chuecos, pero tienen buena forma. No se te nota… ¿Qué te pasó en el labio?

Martín no responde. Ella le palpa el pecho y el abdomen.

Algo flaco, pero tienes buena estructura. Si hicieras más ejercicio… Estás algo chaparro, pero…
Ruth se interrumpe, como si se hubiera dado cuenta de que se delata. Martín de pronto se acerca hacia ella queriendo darle un beso. Sorprendida, su reflejo es evitarlo. Martín no sabe cómo reaccionar.

Aquí no. Aquí pueden vernos.

Tampoco sabe cómo interpretar sus palabras. Se queda confundido.

Ruth vuelve a tomarlo del brazo. Caminan de nuevo. Así lo hacen por varios metros. Martín no puede dejar de escuchar sus pasos en la grava. No puede dejar de mirar cómo sus sombras se hacen largas y se hacen cortas por el efecto de la luz de lo arbotantes. Todo aparece amarillo ante sus ojos. Se siente ridículo, pero por nada en el mundo dejaría de estar junto a ella.

Ruth, al parecer, lo lee. Es como si se adelantara a sus preguntas. Desde esa noche, entiende que nunca podrá descifrarla y que siempre hará lo que le diga.

¿Te gusta que te lleve del brazo? -le pregunta, pero no le da tiempo de responder-. Necesitamos ir a un lugar donde estemos solos -hace una pausa-. No puedo permitir que alguien me vea. De hecho, estoy arriesgando mucho al ir así contigo caminando. Como vamos por el canal, sé que nadie pasa por aquí.

A Martín no se le ocurre preguntar la razón por la cual ella se arriesga a ser vista. Sólo escucha la parte de estar solos, y no se le viene a la cabeza ningún lugar donde puedan estarlo.

Ruth es capaz de ver a través de él, a pesar de que llevan cincuenta metros caminando sin mirarse a los ojos.

Yo conozco un lugar -voltea sonriente.

Él eleva un poco su rostro. Está perplejo. Su playera negra está empapada. Nota que a pesar de que su mano escurre abundante sudor, ella no se la ha soltado.

¿Quieres ir? No está lejos.

Martín no dice nada. Sólo se deja guiar. ¿Qué está pasando? Todo es extraordinario, de tal manera que siguen caminado por la terracería. De pronto miran hacia el agua pútrida del canal. Los destellos amarillos. Martín se siente en algún momento con la seguridad de detener la marcha y besarla. Se da cuenta de que cuando lo hace, ella está incómoda. Se deja besar, y ese primer beso para él será una de sus más inolvidables memorias; no obstante, no puede evitar advertir una especie de rechazo recóndito. En ella no hay felicidad por ir a su lado.

Pero qué importa. Es la oportunidad de su vida. Ella es tan bella. Al parecer la existencia no es tan inhóspita después de todo. Así caminan hasta llegar al otro boulevard.

*

Tal y como ha dicho, el sitio no está lejos. Tardan veinte minutos. Se encuentra justo detrás de la Central Camionera, en una de las callejuelas escondidas, en una parte no visible desde la avenida. En lo alto del derruido edificio resplandece un letrero grande: MOTEL EL SOL.

Martín queda sorprendido, porque cree conocer bien la zona, pero nunca se ha percatado de la presencia de ese lugar.

Atraviesan la cuadra repleta casi toda por terrenos baldíos, talleres mecánicos y yonkes que a esas horas ya están cerrados y apagados. La entrada está diseñada para que los clientes lleguen en coche. Pero Ruth sigue caminando hasta que alcanza la caseta. Martín comprende que para ella ir al sitio resulta común, pues ve cómo toca en la ventanilla, la cual está iluminada por un foco en lo alto del pórtico. Un hombre abre y Ruth murmura algo. Martín lo observa todo un poco extrañado. Escucha al hombre decir:

¿La misma de hace rato?… Sí, está desocupada.

Ruth paga y satisfecha lo toma de la mano y lo guía hacia el interior. Aunque en el anuncio de la entrada dice la palabra motel, en realidad no cubre en sí con dicha característica. Los carros, en esos momentos escasos, se estacionan en un patio central, y los clientes caminan a las habitaciones. La de ellos se halla casi hasta el fondo, en uno de los escondrijos.

Martín se deja llevar. No sabe de este negocio, porque nunca ha visitado uno semejante. Nunca ha estado con ninguna muchacha. Está por completo en silencio, algo tenso, porque comprende que Ruth va a ser la primera. Sus manos continúan escurriendo, pero ella no lo suelta. No puede decir si es consciente de lo que está viviendo.

Sin que él por la oscuridad note alguna diferencia en el pasillo, comprende que Ruth ha dado con el cuarto. Ella se detiene y abre una puerta metálica y entran a una atmósfera viciada. El aire está muy caliente y se percibe el espacio muy angosto. Es cuando ella durante todo el trayecto por primera ocasión se aleja de su cuerpo. Por un segundo está seguro de que se trata de una broma. Se siente defraudado. Sin embargo, a tres metros de donde está, Ruth aparece sentada en la cama, iluminada por una pequeña lámpara sobre en un viejo buró. Le dice que cierre la puerta y se acerque a ella.

Así lo hace y se queda de pie junto a la muchacha sin decir nada. El corazón le retumba con mucha fuerza dentro del pecho. Incluso piensa que se va a desmayar.

Aquí ya no pueden verme -dice como si buscara tranquilizarlo.

Sonríe, pero Martín no confía del todo en esa sonrisa. El rostro de la muchacha está afectado, como si en sus ojos distinguiera una desesperación enorme. Le pasa por la mente la idea de preguntarle si todo está bien. Pero tiene miedo de echarlo a perder. No puede dejar pasar la oportunidad. Ella es la mujer más hermosa que ha visto y está ahí con él a solas en el cuarto de un motel. No sabe qué hacer. Ruth de seguro lo entiende porque así sentada como está lo jala del cinturón hacia ella, justo a la altura de su rostro.

A ver, déjame ver qué tan grande está.

Él está cohibido. Lo palpa sobre la ropa. A él le da algo de vergüenza. Pero Ruth no dice nada y empieza a desabrocharlo. Él se quita la ropa lo más rápido que puede. Se siente algo ridículo al percibir su desnudez. Ella lo estimula, pero quizás por lo inaudito de lo que vive se mantiene pasmado. Ruth lo mira a los ojos sonriendo. Mueve su cabeza de un modo sensual mientras continúa estimulándolo con las manos. Martín está sorprendido. Desea dejarse llevar. Disfrutar con la muchacha, pero todo resulta enigmático, en muchos aspectos absurdo.

Ruth, como si supiera que Martín necesita distraerse, dejar de pensar, comienza a gemir. Primero despacio, con timidez, y conforme Martín reacciona, lo hace más fuerte, hasta que logra que su miembro crezca. Ella lo masturba y le agarra los testículos.

Ya un poco más envalentonado, él se anima a pedirle que se lo haga con la boca. Pero ella parece no escucharlo y le dice que se siente a su lado mientras también ella se baja los pantalones.

Él mira su vagina sin vello. También que no se quita la playera. Lo pone bocarriba y se sienta encima. Martín cree que va a hacer más complicado. Pero de pronto percibe su órgano atrapado por el calor, con la sensación más placentera que ha experimentado nunca.

Ella no lo mira. Con los ojos cerrados y la boca abierta se mueve. Él observa su rostro, pero cuando es capturado por el vientre estrecho, las caderas amplias y el contorno de los glúteos, sabe que no va a poder contenerse más. Quiere detenerla. Pero Ruth no deja de moverse. Todo es tan rápido. A los pocos instantes está desbordado. Nunca entenderá bien a bien lo que ocurre.

*

Después de una hora los dos salen. Caminan de regreso, como siluetas silenciosas en la calle. A cada paso la muchacha se vuelve más indescifrable. El mutismo lo trastorna. No puede evitar observar las sombras que se hacen largas y se hacen cortas por la luz de los arbotantes. Se despiden en el puente del canal. Martín la mira alejarse bajo el tamiz ámbar de la urbe. No será la última vez que lo haga, aunque jamás tendrá dicha certeza. Cada vez que se sienta abandonado por ella, tendrá el pensamiento recurrente de lanzarse hacia las aguas amarillas.

Lerdo, Durango, julio 2023

Alfredo Loera

Alfredo Loera

Alfredo Loera (Torreón, 1983) es Maestro en Literatura Mexicana por la Universidad Veracruzana. Inició sus estudios de literatura en la Escuela de Escritores de La Laguna. De 2009 a 2011 fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas. Publicaciones suyas han aparecido en revistas como Casa del tiempo, Círculo de poesía, Fundación, Pliego 16, Ad Libitum, Este país, Siglo Nuevo. Sus libros son Aquella luz púrpura, (2010, 2017, 2023); Wish you were here, (2019, 2023); Guerra de intervención (2022), disponibles en Amazon como ebook o libro impreso.

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