A los escritores nos fascina ver fotografías de otros escritores en su hábitat natural: bebiendo en las cantinas; abrazándose con otros grandes escritores; escribiendo a máquina; pero sobre todo, nos deleita verlos en su biblioteca. Un enorme cuarto con estantes de piso a techo, rebosantes de libros, que amenazan con venirse abajo por el peso, podría causarles orgasmos múltiples al escritor más frígido del mundo.
Los escritores compramos libros. Quisiera decir que nunca los robamos, pero estaría faltando a la verdad. Hay quienes desobedecen el séptimo mandamiento contra las bibliotecas públicas argumentando que “es que nadie lo va a leer”. Por otro lado, en demasiadas ocasiones cumplimos a cabalidad el adagio cuasi mosaico que dice “pendejo el que presta un libro, pero más pendejo quien lo devuelve”, que es lo mismo que robar.
¿Por qué los compramos o por qué los sustraemos? Porque son, además de la vida misma, la materia prima con la que trabajamos la creación. Un escritor debe acumular tantos libros como experiencias vitales, aunque ambas cosas le cuesten demasiado. Seguir leyendo