Las más bellas historias de amor en la literatura podrían iniciar más o menos así: “Mi encuentro con el escritor fulano de tal fue determinante para mi vida artística, porque, a partir de sus enseñanzas, yo empecé a escribir bien”.
Me refiero a la relación amorosa entre un alumno y un maestro en la cual, aquél deja que el otro se convierta en su guía literario o peor aún, en objeto de admiración. Una relación que cuando no dura hasta que la muerte los separa, se anula al cabo de cinco o diez años.
De acá de este lado, en la Comarca Lagunera, existen maestros y discípulos que se han concentrado tradicionalmente en el Teatro Isauro Martínez, la IBERO, las Casas de la Cultura –más en la de Torreón, ya desaparecida, que en la de Gómez Palacio que todavía funciona-, la Escuela de Escritores de la Laguna –en su época-, la UA de C, en la librería Astillero, y otros talleres que se apagan como llamarada de petate.
Ignoro si los alumnos de estos centros literarios se han enamorado locamente de un maestro, pero no me sorprendería si así fuera. Si el maestro es de guapura promedio, carismático, sabiondo, famoso, lo lógico es que fleche a sus desprevenidos interlocutores a primera leída o en la primera clase, y que a partir de este encuentro se le persiga igual que San Juan de la Cruz a Cristo en su Cántico espiritual.
Es real el crush literario. Comienza con tempranas lecturas que nos forman una imagen idílica sobre el escritor, sobre todo si es sarcástico, iconoclasta, extremo bestial.
¡Imagínense lo que significa para el amante platónico el conocer a su autor favorito! He encontrado fans que se desmayaron ante José Revueltas, Elena Poniatowska y Carlos Fuentes, con sólo verlos en una conferencia o con tenerlos de visita en su casa.
Pero no todo encuentro con escritor provoca ese something, ese no sé qué que qué se yo, ese se me cayeron los calzones hasta el piso. Seguir leyendo